miércoles, 29 de abril de 2015

La casa inacabada

Andamos tan ocupados en el ejercicio de nuestras pequeñas miserias humanas que tal parece que la naturaleza quisiera de vez en cuando llamarnos la atención con algún aviso; como un toque en el hombro que nos invita a dejar de mirar tanto los terrones de nuestro huerto y a levantar la mirada para recordar nuestra situación en el gran orden establecido. Casi al mismo tiempo, nos ha hecho dos manifestaciones distintas en lugares muy alejados entre sí, diferentes en la forma, pero muy propias de ella, es decir, imprevistas, sobrecogedoras, espectaculares, insoslayables y trágicas. El terremoto de Nepal nos trae unas imágenes no por acostumbradas menos dolientes. Entre los escombros de sus edificios, junto a las vigas y paredes de sus templos y casas caídas, los rostros incrédulos de quienes un minuto antes andaban por su calle a sus labores de siempre, miran a las cámaras con los ojos cegados por el polvo en una pregunta eterna, tan eterna como la ausencia de respuesta. Y luego, a cada minuto, las historias fieramente humanas, siempre inevitables y siempre renovadas: el heroísmo, la solidaridad, la alegría de un reencuentro dado ya por imposible, la vida rescatada al borde mismo de la desesperanza, las lágrimas de desconsuelo inconsolable, la generosidad de muchos y el miedo de todos. Los terribles gestos de la naturaleza sacan lo mejor de nosotros mismos, quizá porque no cabe rebeldía alguna; sólo una dócil y resignada aceptación.
En otro extremo del mundo, el volcán Calbuco nos dio otra imagen de la ira desordenada de nuestro planeta, pero esta vez recortada majestuosamente sobre el fondo del cielo. Hay poco de grandioso en un terremoto. El terremoto es invisible; su espectáculo solo estriba en sus efectos. El volcán, en cambio, resulta fascinante en su misma “terribilitá”. Una montaña coronada de fuego, vomitando materiales incandescentes y lanzando una columna de humo y ceniza hasta la misma estratosfera, viene a resultarnos un símbolo recordatorio de nuestra propia contingencia; en el fondo, tal vez una alusión al acontecimiento telúrico final que está escrito en nuestros genes culturales. El misterio de las entrañas incandescentes de la Tierra siempre fue una incitación a buscar la trascendencia de lo sobrenatural en el inframundo. Ya se lee en la Ilíada que las herramientas de Vulcano entraban por sí solas en las reuniones de los dioses. El volcán es devastador y pavoroso en su manifestación, pero previsible y lento en sus efectos; incluso se deja delatar ya con bastante precisión por la actual tecnología; hoy parece muy improbable otra Pompeya. La mayoría de ellos son de una belleza sugestiva, con el encanto de la fiera dormida a la que se puede acariciar impunemente; de hecho, los más amables -Teide, Etna, Vesubio, Fuji- constituyen una formidable atracción turística.
La naturaleza nos cobra de vez en cuando su terrible tributo sin que podamos saber por qué. Habitamos una casa inacabada, en continuo proceso de estructuración, pero los sentimientos tienen otra dimensión: la que nos impulsa, viendo esos rostros demudados, a sentirnos cómplices de su dolor y a ayudarlos en lo que podamos.

No hay comentarios: