miércoles, 20 de mayo de 2015

Escapada extremeña

El efecto más positivo de una campaña electoral es el de fomentar el espíritu viajero. No hay nada como una buena escapada para zafarse de ella, aunque sea por unos días; en cualquier dirección y a cualquier destino callado y recogido, que esta España nuestra es muy variada y los tiene en abundancia. En esta serranía cacereña el sol cae mansamente sobre jarales, madroños y lentiscos y sobre los mismos ojos del forastero, para hacerle aún más gozosa su andadura. Y así, este viajero acaba de dejar Cáparra con la mirada todavía impregnada de su singular arco tetrafronte e imaginando lo que debió de suponer esta ciudad en la Vía de la Plata, y se va hacia Guijo de Granadilla en busca del poeta de lo sencillo y de los sentimientos primarios, y quizá por eso mirado con cierto desdén por los gurús de la modernidad. Gabriel y Galán tiene aquí su casa y su tumba, y su recuerdo en la mente de sus paisanos y en estos campos de mieses y frutales, los de las mudas perspectivas serias, los de las castas soledades hondas, los de las grises lontananzas muertas.
El camino sigue hacia el norte hasta adentrarse allí donde los valles y la comarca entera adquieren un nombre de leyenda: Las Hurdes. La leyenda de Las Hurdes hace ya mucho tiempo que se deshizo, para bien de todos, y ni siquiera queda vivo algún recuerdo doliente, como no sea el que se ha transmitido por la palabra. Y sin embargo, uno contempla el apiñado y anodino caserío de cualquiera de los pueblos que se extienden por las laderas y le da por pensar que tal vez se podría haber alcanzado el progreso sin entregarse a la más absoluta vulgaridad. Han perdido su aspecto de pobreza, pero no han ganado belleza. Este visitante recuerda, por ejemplo, la comarca de los Pueblos Negros, en la sierra de Guadalajara, y le parece que aquí las cosas se podían haber hecho de forma parecida, manteniendo su esencia y convirtiéndola en fuente de riqueza. Desde luego, no encuentra ningún motivo especial para volver a Las Hurdes.
Como contraste, puede uno tomar una carretera solitaria que se adentra entre colinas y dehesas para llegar a uno de los pueblos más singulares de esta y otras muchas zonas: Granadilla. Una península rodeada por el inmenso lago de un embalse, un pueblo amurallado a los pies de un castillo, unas calles desiertas y unas casas hermosas y vacías. El embalse nunca anegó el pueblo, pero quedó al borde y sus habitantes fueron obligados a abandonarlo. Algunos trabajos de mantenimiento lo conservan hoy en toda su extraña belleza, habitado sólo por el silencio y el vacío, el imponente vacío que a la hora del anochecer se hace sobrecogedor. Vuelan bajos, sin temor y sin cuidado, vencejos y golondrinas; seguramente a la noche lo harán lechuzas y murciélagos. Desde lo alto de la torre del castillo la vista se pierde en la extensión de agua que la rodea y en los encinares que pueblan las lomas suavemente redondeadas que flanquean la carretera de acceso al pueblo. Cuando se despide de Granadilla, a este forastero ya no le importa demasiado la batahola de vana palabrería que haya de soportar en lo que queda de campaña.

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