miércoles, 8 de abril de 2015

Primus circumdedisti me

Estuvo en nuestro muelle durante unos días la nao Victoria, aunque fuera en réplica, y se convirtió en una atracción para miles de personas, que no quisieron dejar pasar la oportunidad de vivir una sensación poco frecuente: la de participar por un momento del mundo de personajes históricos. Su silueta, casi convertida en símbolo de aquel tiempo en que el mar era todo él una leyenda; la majestuosidad que le brinda su propio anacronismo; su perfil inconfundible, mil veces imaginado en nuestros sueños y lecturas infantiles, componían un vibrante contraste con la monótona vulgaridad de la multitud de barquitos atracados a su lado. En medio de tantas atracciones pretendidamente culturales, cuando no estrafalarias, que se contratan en nuestra ciudad con el pretexto de mantenerla como centro de seducción turística, esta referencia física a nuestra historia se nos muestra como una gozosa bocanada de aire fresco y, desde luego, como un acierto; las largas filas de gentes que esperaban para subir a bordo dieron buena muestra de ello.
La crónica de este primer viaje alrededor del mundo es la de una epopeya absoluta que deja pequeños a todos los relatos de viajes conocidos, incluyendo el homérico. Una hazaña casi increíble, en la que no falta ningún ingrediente posible. Lee uno el diario de Pigafetta y otros testimonios y se asombra de estar ante una aventura real. El siempre comedido y nunca muy generoso con nuestras cosas Stefan Zweig, escribe en su biografía de Magallanes al narrar la singladura en solitario de la Victoria, ya con Elcano tras la muerte de aquél: “Este crucero de retorno del gastado y envejecido velero, que ha cumplido un viaje ininterrumpido de dos años y medio de duración a través de la mitad del globo, cuenta entre las más grandes acciones heroicas de la navegación”.
Sospecho que a nuestros escolares de hoy todo esto les suena, con suerte, como un eco lejano, viendo los programas de sus estudios. Siempre se ha dicho que si cualquier otro país –Francia, Inglaterra o Estados Unidos, por ejemplo-, hubiera protagonizado estas páginas de la Historia, las habría tenido, por sí solas, como el justificante de su presencia en el mundo. Pero el caso es que fueron naves españolas las primeras en dar la vuelta al mundo, las primeras en cruzar los dos mayores océanos, primero el Atlántico y luego el Pacífico, y fueron españoles quienes descubrieron y exploraron el río más grande de la tierra y el mayor espacio de mundo desconocido. El relato de los hechos de estas primeras travesías oceánicas de nuestros navegantes convertiría los viajes de Cook y compañía en cómodos cruceros. Es curioso, pero el orgullo que nos falta a nosotros les sobra a otros; hay sitios en que es tenida como una gran hazaña lo que en la crónica de nuestra aventura americana sería sólo un hecho más, tan llena está de acciones asombrosas. Deberíamos curarnos de una vez por todas de eso que Julián Marías llamaba nuestro síndrome de descalificación global. No se trata de reeditar Glorias Imperiales, sino de reconocernos como fuimos, con las nubes y claros, sin pasión, pero tampoco en un permanente estado de contrición.

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