miércoles, 15 de abril de 2015

A qué se llama arte

Hubo un tiempo de vino y rosas en el que se generalizó la idea de que la máxima distinción de una ciudad consistía en tener un museo de arte moderno, cuanto más moderno mejor, y a ello se aplicaron muchas de ellas. Se levantaron grandes edificios, algunos, como el de Bilbao, con una cierta singularidad arquitectónica que pretendía ser su mayor reclamo, pero que en muy pocos casos lograron eliminar la sensación de cáscara hueca. Hoy muchos de ellos siguen vacíos de interés y de visitantes. Estamos compuestos de emociones, nos alimentamos de ellas, las buscamos y no nos interesan los lugares donde no las encontramos. Y además, a veces queda la molesta sensación de que se están burlando de nosotros. Ni siquiera la racionalización basta, porque resulta difícil situarnos; las vanguardias de la mañana ya están caducas a la tarde.
El pasado siglo fue para el arte lo mismo que para las ideologías: un torbellino de vaivenes, de arranques frenados en seco unas veces, y otras llevados hasta las últimas consecuencias, pero todo efímero. En lo que se refiere al arte, hay una característica añadida: el afán de asombrar, de impactar al espectador cada vez con una ocurrencia nueva y, algo menos confesable, de anular su capacidad crítica para subordinarla a una pretendida genialidad del autor, basada en el hecho de ser incomprensible. Los estilos se suceden a ritmo de década, cuando no de año. Los epígonos impresionistas, como el puntillismo, dan paso, en una línea sucesiva, cuando no superpuesta, al simbolismo y a los nabis, al modernismo, al rabioso color del fauvismo, al cubismo en su doble vertiente analítica y sintética, al movimiento naïf, al suprematismo y su búsqueda de un mundo sin objetos, al neoplasticismo, al expresionismo, al dadaísmo, al futurismo y su enfática propuesta de ruptura radical con todo lo anterior, al arte cinético, al op-art y pop-art, al minimalismo. Caminos que mueren apenas iniciados, exploraciones que se cierran en sí mismas, dejando al que venga detrás en un patio cada vez con menos salidas. Y entonces, los que vienen detrás hambrientos de vanguardia, la buscan como sea y tapan una fachada con plástico, cuelgan un calcetín, ponen un vaso de agua en una mesa, depositan un montón de escombros o, como ya se ha visto, cierran la puerta a los visitantes de su exposición para que disfruten con la belleza del gesto. Todo esto ha pasado. Y todo es arte, y todo es altísima manifestación creativa, todo impulso genial. Se trata de anular la capacidad crítica del espectador hasta hacerle creer que es su propia ignorancia la que le impide comprender el profundo significado de la obra. Y así, el espectador se verá a sí mismo a una distancia infinita del genio.
Aquí en nuestra ciudad se ha tenido en los últimos años algún reflejo de esto. El nombre de obra artística se ha aplicado a un cubo colocado en el suelo, a unas chapas puestas de pie o a unas rayas dibujadas en la acera. La crítica más o menos afín se admira y pontifica, y una mayoría se calla dudando de su propia capacidad de comprensión y de sus propios gustos. Aunque luego se queden pensando que lo único que merece confianza son sus emociones.

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