jueves, 29 de enero de 2015

Memoria del infierno

Los indicadores que señalan la ciudad escriben Oswiecim, y se encuentran sólo al acercarse a ella. Los del lager indican Auschwitz junto a tres cruces sobre la palabra, y se pueden ver cada poco a lo largo de la carretera durante muchos kilómetros antes. Los polacos no quieren el nombre del infierno en su lengua y prefieren mantenerlo en alemán; Oswiecim queda sólo para la ciudad. A Oswiecim no la visita nadie, y eso que está cerca del lager y no es ninguna aldea; es más bien una ciudad mediana, industrial y obrera, aunque sin demasiado atractivo. Oswiecim debe la pesada carga de su fama a Himmler, que la eligió por su condición de nudo ferroviario y su situación en un terreno pantanoso, aislado y fácil de camuflar, para construir el mayor campo de concentración del Reich. Oswiecim se convirtió para siempre en Auschwitz.
Todo el complejo es hoy un enorme museo, cargado de simbolismo y de silencios. Jorge ha vuelto una vez más a este lugar para enseñarlo a quienes no hemos vivido lo que él vivió. Se le ve inquieto. Parece tener ganas de comenzar y al mismo tiempo su rostro se ha vuelto grave, como si trasluciera una ebullición interior que quisiera dominar, sin lograrlo. Entra y sale del autoservicio del museo, donde comemos; se siente incapaz de tomar nada, y sólo al final decide pedir un plato de sopa, que deja casi intacto. Luego, nos lleva de su mano siguiendo su propio itinerario, con la familiaridad de quien conoce una casa donde ha dejado los años más decisivos de su vida. Tiene 80 años y un mirar dulce y como remansado después de haber visto en este mundo todo lo que es posible ver. No hay en su mirada el menor asomo de rencor, ni entonación especial en su voz cuando nos muestra el terrible escenario de su drama. Tan sólo, si acaso, unos ojos apretados en algunos momentos, que pronto se rehacían. Su palabra será desde ahora la guía de la narración.
-Este campo se creó en abril de 1940, y el 14 de junio llegaron aquí los primeros prisioneros: 728 polacos procedentes de la prisión de Tarnow. Yo llegué en junio de 1941, con 18 años, como preso político.
Le habían detenido en 1939, con dieciséis años, en Varsovia. En Auschwitz trabajó en la construcción del campo II, en Birkenau. Después, otro infierno en Gross-Rosen y Dachau, de donde fue liberado cinco horas de que el campo fuera volado. Luego, nueva cárcel por anticomunista, el exilio, la opresión del nuevo régimen, el drama de su hijo. Si se le comenta algo, responde un "qué se le va a hacer".
-La vida en el campo era espantosa y fue haciéndose cada vez más dura a medida que iba aumentando el número de prisioneros. Nada más llegar ya se nos advertía que sólo viviríamos unos tres meses. La temperatura en invierno era terrible y no teníamos más que un traje de arpillera para todo el año. El frío, las ratas, los chinches, la disentería, el paludismo y el tifus acabaron con muchos; otros murieron de agotamiento en el trabajo. Yo llegué a pesar 38 kilos. Nos levantaban a las tres de la madrugada y teníamos que caminar unos cinco kilómetros para llegar a la fábrica; volvíamos al campamento a las ocho de la tarde. La comida era tan sólo un caldo de coles agrias y un trozo de pan negro. Un día nos dieron una sopa de color blanco, mucho más sabrosa; creímos que había alguna visita importante o algo así. Luego supimos que la habían hecho con los huesos de nuestros compañeros muertos.
Estamos ante el célebre arco de hierro forjado con la leyenda Arbeit macht frei, que da acceso al recinto. El trabajo hace libre. El arco ante el que los SS advertían que de este campo sólo había una forma de salir: por la chimenea del crematorio.
-La cámara de gas y los hornos crematorios se instalaron en 1942. Hasta entonces no era más que un campo de concentración.
Los pabellones albergan fotografías, dibujos, maquetas y objetos de los prisioneros: montones de cabello, mantas, trajes, prótesis, gafas, todo lo que no dio tiempo a trasladar a los almacenes centrales de Berlín.
-Los prisioneros aprendíamos pronto que la solidaridad era la única fuerza que podía mantenernos vivos. Había una especie de comunicación espiritual entre nosotros que nos hacía fuertes. El que tenía algo lo compartía sin reserva; el que podía ayudar en la forma que fuese, lo hacía, y, es curioso, pero todos teníamos algo que ofrecer. Si no era pan era una idea o un silencio cómplice o un cigarrillo conseguido clandestinamente o simplemente presencia de ánimo. Recuerdo, por ejemplo, que durante una temporada arrancamos cada día un trozo de miga de nuestra escasa ración de pan para dárselo a uno que quería hacer un rosario; rezar le confortaba. Terminamos rezando cada día con él y confortados con él.
Las alambradas están intactas; incluso los letreros que anunciaban el peligro de electrocución siguen en pie.
-La otra fuente de esperanza era la resistencia clandestina. Se prestaba atención a la lucha contra los presos criminales que hacían de capos, es decir, que ejercían de guardianes en funciones delegadas por los SS. Se pretendía eliminarlos de estos puestos e introducir en su lugar a los presos políticos. También era primordial el contacto con la población civil de fuera, para poder pasar información de lo que sucedía en el campo. Teníamos contactos a los que pasábamos los mensajes en clave. Yo tenía como enlace a una niña de 14 años, que aún vive aquí. Era muy peligroso, porque suponía el fusilamiento inmediato.
Las avenidas son anchas y separan los pabellones con absoluta regularidad. Todas ellas comienzan y acaban con una torre de vigilancia.
-El trato que se daba a los prisioneros variaba. Los capos eran crueles generalmente por miedo; los SS porque sí. Los SS eran además imprevisibles. Un día, un oficial nos preguntó a tres o cuatro si teníamos hambre y le dijimos que sí. Nos llevó a una oficina y allí nos dio queso y pan blanco. Como un buen amigo. Luego encendió un cigarrillo y, al acabar, arrojó la colilla al suelo. Uno de nosotros se agachó a cogerla. El SS sacó la pistola y le dijo: "¿Cómo un perro polaco se atreve a fumar tabaco alemán?" Y lo mató de un disparo en la cabeza.
A Jorge la voz se le va haciendo cada vez más grave. Muchas veces cierra los ojos al hablar.
-A los prisioneros se les identificaba nada más llegar con un número y un distintivo cosidos al uniforme: un triángulo rojo para los presos políticos, negro para gitanos, morado para los testigos de Jehová, rosa para los homosexuales, verde para los criminales y una estrella de David amarilla para los judíos. Los judíos, los homosexuales y los gitanos eran los peor tratados. Cuando comenzó la "solución final" fueron los primeros en ser exterminados.
Las torretas están dispuestas de modo que nada pueda moverse sin su control. La alambrada circunda la zona de barracones en su totalidad.
-¿Las fugas? Al principio se dieron algunas; luego se hicieron prácticamente imposibles. En diciembre del 42, el comandante del campo, Rudolf Höss, hizo tatuar a todos los prisioneros en el antebrazo su número. De esta forma era imposible pasar desapercibido allí donde estuvieras. Este fue el único campo donde se practicó este método. Yo, por ejemplo, al enviarme a Gross-Rosen me libré del tatuaje, aunque por poco.
Los pabellones 10, 20 y 21 albergaban el hospital de prisioneros. En el 10 trabajaba en sus experimentos el doctor Mengele, el seleccionador de vidas, el de las pruebas pseudocientíficas en carne viva, el ángel de la muerte.
-Mengele, Clauberg y alguno más. Era terrible. Niños que servían como cobayas, mujeres a las que se les practicaban atrocidades. Terrible.
Jorge perdió la barba, los dientes y algo más. En 1973, treinta años después, su único hijo nació con problemas de movilidad, y sólo él y su mujer saben cuánto costó verle como está ahora.
-No es posible transmitir lo que puede llegar a sentir uno. No, no es posible. El pabellón 11 era el "pabellón de la muerte". Aquí estaba la sala del tribunal en la que la Gestapo de Katowice juzgaba y, tras una sesión de dos o tres horas, dictaba hasta más de cien sentencias de muerte. Los condenados debían desnudarse en dos baños en medio del pasillo y, si no eran muchos, eran fusilados allí mismo. En el sótano se encontraba la prisión y, sobre todo, las terribles celdas de castigo. Aquí, en el sótano del bloque 11, en la celda numero 18, destinada a los condenados a morir de hambre, mataron en 1941 al prisionero número 16670, un prisionero con un triángulo rojo de político y una P de polaco, llamado Maksymilian Kolbe.
-La historia del padre Kolbe es una muestra de que, por dura que sea la situación, nada puede arrancar al hombre su dignidad ni su grandeza de alma. En agosto de 1941, un preso del bloque 14 logró evadirse del campo. La norma dictada por Höss era que por cada preso que se fugase se fusilara a diez de sus compañeros de pabellón. Se seleccionaron a los diez condenados, entre ellos un padre de cinco hijos, que pide piedad sin resultado. El padre Kolbe se adelanta y explica al comandante que él está solo y que aquel hombre tiene una familia y pide que acceda al canje de su vida por la de aquel hombre. Höss no pone inconveniente. Los diez son condenados a morir de hambre. Kolbe es uno de los últimos en morir, hasta que al fin le aplican una inyección de fenol en el corazón.
Al padre Kolbe le canonizó en 1982 Juan Pablo II con el novedoso título de "mártir de la caridad". El hombre a quien salvó murió en marzo de 1995. En las paredes de la celda hay una imagen del Sagrado Corazón grabado sobre la pared, hecha por el padre Kolbe durante su cautiverio. Está protegido por un cristal, como un retablo valioso, como si la celda fuese un lugar de santidad. Muchos se persignan.
-Yo había ya conocido al padre Kolbe en el hospital de Varsovia, en 1939, donde los dos estábamos presos. Era un hombre especial.
En este sótano, en septiembre de 1941, se hizo por primera vez la prueba de ejecución masiva mediante el Zyklon B; murieron en ella 600 prisioneros de guerra soviéticos y 250 enfermos del campo. Aquí están también las terribles celdas de castigo, unos habitáculos cuadrados, de 90 cm. de lado, en la que cumplían condena 4 presos en cada uno; el tormento debía de ser espantoso.
-Todos los prisioneros sabíamos que quien entraba en esta pabellón ya no salía vivo. Por eso lo llamábamos el "pabellón de la muerte".
El bloque 11 está unido al 10 por un muro, el paredón de las ejecuciones. Aquí los SS fusilaron a miles de presos. Hoy el muro está siempre atestado de flores.
Fuera de la alambrada principal del campo, en una esquina del rectángulo formado por el conjunto de bloques, se halla el edificio más siniestro del campo. Es una especie de búnquer con una chimenea de ladrillo, que podría pasar por un almacén o tal vez por una inocente fábrica de poca monta. Era el depósito de cadáveres y el crematorio. En 1941, la sala del depósito de cadáveres fue convertida en cámara de gas provisional, y en ella fueron asesinados los prisioneros soviéticos y los judíos de los guetos de la Alta Silesia. Funcionó sobre todo durante los años 1941 y 1942, hasta que se instalaron las seis cámaras de Birkenau. Al lado de esta sala se encuentran dos de los tres hornos crematorios, en los que se incineraban unos 350 cadáveres al día.
-No puedo evitarlo -Jorge lo dice en voz baja-; aún sigo teniendo aquí dentro el olor del humo de esa chimenea.
Fuera, el día parece más nublado e infinitamente más triste. Todo está como los nazis lo dejaron. Todo, menos el patíbulo que se alza frente a la entrada del crematorio; ese se levantó después, el 16 de abril de 1947, para ahorcar a Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, al que se le hizo morir mirando hacia su campo.
A 3 km. de este campo, en la aldea de Birkenau, se levantó en 1941 otro mayor para acoger a la cada vez más numerosa afluencia de prisioneros que llegaban a Auschwitz. Este campo de Birkenau, llamado Auschwitz II y dependiente del mismo comandante que el I, llegó a albergar hasta 100.000 reclusos en agosto de 1944. Desde la torre del centinela se abarca un panorama completo del inmenso recinto. Los prisioneros, la mayoría judíos procedentes de Hungría, llegaban en vagones de ferrocarril y se apeaban en el gran andén de cemento que hay en el centro del campo. Allí un médico seleccionaba a los aptos para el trabajo, que eran alojados en los barracones; los demás, mujeres, niños, enfermos y ancianos, aproximadamente un 75% de cada tren que llegaba, pasaban directamente a las cámaras de gas. En Birkenau había seis cámaras, con cuatro crematorios, además de fosas y piras para la incineración. Poco antes de la liberación, los SS hicieron volar los crematorios y las cámaras de gas con el fin de no dejar huella de sus acciones, pero quedan sus ruinas y es muy fácil reconstruirlos mentalmente. Los barracones aquí eran en su mayoría de madera, apoyados directamente sobre el suelo pantanoso. Había unos 300; hoy quedan en pie sólo 45 de ladrillo y 22 de madera.
Birkenau parece el lugar de la desesperación absoluta. Aquel inmenso espacio perdido en la llanura, la línea obsesiva de las alambradas, la silueta maldita de las chimeneas echando humo continuamente, la certeza de que fuera no hay nada, la ausencia total de esperanza. Birkenau no puede ser más que la pesadilla imaginada como lugar final para los malditos entre los malditos.
Jorge parece más relajado; sonríe, se deja hacer fotos, me dedica un libro sobre el campo. Le pregunto si ha visto La lista de Schindler y si le gustó. Nos dice que sí, que recoge muy fielmente la vida en Auschwitz; que él no llegó a conocer a Schindler porque éste tenía su fábrica en Cracovia, pero que Spielberg le pidió asesoramiento a él y a otros supervivientes para realizar su película. Luego, comenta algo curioso:
-Mi vida está unida al número 15. Nací un 9-6 de 1923; me arrestó la Gestapo en 1941; mi número de prisionero en Auschwitz era el 2751, en Gross-Rosen el 31119, y en Dachau el 63123. Y mi nombre, Jerzy Kowalewski, tiene quince letras. Una casualidad.
Comienza a llover sobre Auschwitz. El paisaje es triste, como desencantado. El río Sola corre a la derecha de la carretera, envuelto en árboles y brumas, como un pensamiento empeñado en una meditación sin la menor esperanza de un rayo de luz. Seguramente en su lecho quedan aún restos de tantas cenizas humanas como se arrojaron a él.       
© L.D.T

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