miércoles, 21 de enero de 2015

Libertad para ofender

Ahora que ya se ha difuminado la oleada emocional de los asesinatos de París y que la conmoción por el impacto de los crímenes se ha diluido y queda solamente la frialdad de los hechos, pueden ya analizarse otras perspectivas que hasta ahora habían sido postergadas ante la trágica realidad de la sangre. Esa reacción unánime de tantas gentes con los brazos en alto y de tantos firmantes declarando en sus medios aquello de “Yo soy Charlie”, sin matices ni condiciones, centrándose sólo en la condena del hecho criminal, merece ahora alguna reflexión secundaria. Todos entendimos el sentido de la declaración. Ser Charlie era afirmar el derecho a la libertad de expresión, era ponerse de parte de quienes lo habían ejercido dibujando y escribiendo lo que les vino en gana, era la proclamación absoluta de un principio tenido por irrenunciable. Una alusión al criterio innegociable que sostiene uno de nuestros pilares de convivencia. Pero, descendiendo de ese concepto general y solemne a un significado de la frase más concreto y ajustado al pie de la letra, fueron muchos los que dijeron en voz alta que ellos no eran Charlie. No les gusta insultar, ni mofarse de las creencias de los demás, ni la provocación ofensiva y gratuita, ni vivir del negocio de ofender a alguien. Por eso no son Charlie. Por supuesto, admiten y hasta defienden su derecho a decir lo que les plazca, pero de eso a querer transmutarse en ellos hay un largo paso que no les gustaría dar ni siquiera de palabra. Creen que la libertad de expresión es un derecho demasiado noble para convertirlo en una simple herramienta para causar dolor a alguien.
La emotividad desbordada pierde su capacidad crítica y distorsiona las dimensiones de la realidad; se distribuyen los adjetivos y los títulos con la injusticia que trae la visceralidad. Héroe es el policía que pierde la vida en su trabajo de defender la de los demás; incluso los judíos que hacían su compra para celebrar su fiesta y murieron acribillados; ellos no habían ofendido a nadie ni habían hecho nada por salir del sencillo anonimato de sus vidas, pero apenas se vieron carteles de “Yo soy judío”. La libertad de expresión centró todas las manifestaciones de defensa frente a la libertad de creencias.
Y, además, la revista es mala, con un humor vulgar y facilón, ramplona y burda hasta para provocar. Poca gracia para tanto daño. De hecho, muchas de las viñetas anónimas que inundaron la red a raíz de los asesinatos eran bastante más ingeniosas. Los humoristas realmente grandes -todos tenemos en la mente unos cuantos nombres- jamás sintieron necesidad de humillar ni de utilizar crueles sarcasmos contra nadie para suscitar la sonrisa; su talento les permite prescindir de esos miserables recursos de patio de instituto.
La libertad de expresión tiene sus límites, se pongan donde se pongan: en el Código Penal, en el punto donde comienza el derecho de los demás a no ser ofendidos, o simplemente en el buen gusto, que no es mal delimitador. Pero, por supuesto, el asesinato es un crimen infinitamente mayor que una burla; no existe ninguna posibilidad de justificar lo sucedido; nada está por encima de la vida, y menos unos chistes malos.

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