miércoles, 28 de enero de 2015

Los indignados

Muy mal debe de haberse hecho este mundo para que, en tanto tiempo como lleva girando, sus habitantes no hayan vivido felices en él ni un solo día. La casa parece hermosa y no mal provista; ofrece posibilidades para estar a gusto y para que la breve estancia que se nos concede en ella resulte pasablemente feliz, y más pensando que sólo se nos da una única oportunidad. Así que el producto fallido son sus ocupantes. Ya lo decía el sabio rey Alfonso X, que si Dios le hubiera pedido opinión antes de crear el mundo, él le habría podido dar algún consejo para que le hubiera salido mejor. Desde luego, muy del gusto de todos no parece estar hecho, porque siempre, en cualquier momento y lugar, hay alguien protestando, revolviéndose contra algo, reclamando y exigiendo, proclamando a gritos lo indignado que se encuentra, pidiendo un cambio para cambiar lo que se acaba de cambiar o tratando de convencer de que tiene en sus manos el remedio universal para implantar de una vez por todas el paraíso en la tierra. Y así desde los siglos de los siglos.
La indignación es uno de los grandes motores de la Historia, que por algo el primer indignado fue el propio Creador, que nos echó del edén. De indignados, los santos y los otros, se han escrito las mejores biografías y las obras literarias, comenzando por la que nos muestra al campeón de todos ellos: el hidalgo a quien la indignación le incitó a salir a arreglar el mundo y hubo de volver a casa con ella intacta, pero sometida a la realidad y a su propio honor. Podría decirse que en el germen de muchas actitudes que conducen al desarrollo de un concepto ético se encuentra la santa ira del que empuña el látigo en el templo, aunque, por desgracia, no sea lo más frecuente La indignación puede ser hija del inconformismo, del fracaso de las ambiciones, de la injusticia e incluso de la moda política; por eso la especie de los indignados es eterna y universal. San Agustín increpaba al mundo para justificarla desde el punto de vista de la indefensión del hombre ante su destino: “Que digan los que te habitaron, mundo, si tuvieron en su vida goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombra, risa sin lágrimas.”
La variante más confusa de lo que hasta entonces no era más que un estado de ánimo comienza cuando los indignados se convierten en partido político con el propósito, dicen, de acabar con los motivos de la indignación; luego, si alcanzan el poder, los indignados son otros y quizá más numerosos, y pronto mostrarán a su vez su indignación para volver a cambiar. Lo cierto es que ceder el poder a alguien que está indignado es un riesgo, aunque no sea más que porque el vigor del raciocinio para tomar sabias decisiones siempre es fruto del sosiego y la templanza. La indignación de tintes políticos está muy cercana a su hermanastro, el populismo, y los dos se venden juntos y se compran también juntos, y los dos son un sucedáneo espurio de cualquier oferta racional de proyecto de futuro. Una carga de efectos peligrosos, que se presenta envuelta en atractivo papel de celofán.

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