El sello de este verano es la muerte que viene del aire. En una maldita sucesión de accidentes, fortuitos o provocados, en Ucrania, Taiwan, Mali o en el Índico, el hecho de volar se nos presenta en su verdadera dimensión de riesgo. Por una tormenta en el desierto, por un tifón en el mar, por la brutal estupidez de unos salvajes o por los misteriosos motivos que se ocultan en el océano, el caso es que no se recuerda una acumulación semejante de catástrofes aéreas, como si la ley de la gravedad se hubiese cansado ya de tantas burlas y hubiera decidido dar un escarmiento. Dicen que, según las estadísticas, se produce un accidente cada cinco millones de vuelos; visto de otro modo, que de los aviones que despegan se va a estrellar el 0,70 por ciento. De ahí a la seguridad absoluta hay sólo un paso, pero ese paso no se dará jamás, que por algo pertenecemos al ámbito de lo contingente y de él no podemos salir. Un medio aún más seguro, el ferrocarril, también tiñó de negro el verano por estos mismos días del año pasado. Cuando uno mira esa pantalla donde se refleja el seguimiento de los aviones y ve que apenas queda un espacio donde no haya un puntito, se maravilla de la perfección de la técnica que hace que todo ese enjambre esté en movimiento continuo sin chocar entre sí. Casi parece milagroso que no haya accidentes con mayor frecuencia. Una legislación universal y estricta, con acusada tendencia garantista, los avances tecnológicos o la continua mejora de los aparatos, entre otros factores, hacen que volar resulte un acto relativamente seguro y que sólo cuando ocurre algún hecho como los de ahora nos demos cuenta del riesgo que se conjura cada día. Vienen a recordarnos que la seguridad absoluta es una ilusión, que la vida sería inconcebible sin su componente de peligro y que por muchas y buenas medidas que se tomen siempre queda el azar, y a ese nadie puede reglamentarlo.
