miércoles, 12 de enero de 2022

En torno a la política

A la política, como el tiempo, la felicidad o el aroma de un buen vino, nadie ha logrado definirla con precisión, así que debe de ser algo importante. Ni siquiera Aristóteles, que le dedicó un tratado en el que expuso la teoría clásica de las formas de gobierno y estableció las seis categorías fundamentales que aún siguen vigentes. Luego, teóricos de todas las épocas han intentado decirnos en qué consiste, desde los enunciados más simples -ejercicio del poder-, a los más solemnes: proceso de liberación colectivo de los seres humanos, hecho posible por la capacidad de entenderse entre sí para colaborar de forma permanente y estable. Valen, pero no alcanzan a poner límites al concepto. Casi es preferible conocerla a través de sus características y sus consecuencias. Se trata de una profesión curiosa, vituperada por sistema, envidiada a veces, tenida en el fondo como un mal necesario, capaz de dictar sus propias normas de funcionamiento, omnipresente, universal, sobreviviente constante de sí misma. Todos somos irremediablemente sus clientes, queramos o no. Su acción influye decisivamente en nuestras vidas y, cosa curiosa, no exige titulación alguna ni ninguna preparación específica para ejercer su función. Tampoco cualidades o virtudes concretas que garanticen su ejercicio con dignidad; el más tonto o el más malvado puede llegar en ella a lo más alto, según nos enseñan abundantes experiencias penosas. Es vieja como la humanidad; posiblemente la profesión más antigua del mundo, porque nació en el momento en que alguien quiso mandar sobre los demás, o sea, el mismo día en que dos hombres se encontraron por primera vez en el planeta. Y desde luego, tiene el futuro plenamente asegurado.
En el momento actual al menos, y seguramente siempre, esa clase política de nuestras decepciones se lleva la palma del descrédito entre todas las actividades públicas. A la sandez de un ministro le sucede otra mayor de otro, y cuando intentan redimirse con algún alto pensamiento impostado, los grandes y bellos conceptos suenan en su boca con un eco grisáceo que anula su significado hasta convertirlos en indiferentes. Los propósitos, las promesas, las palabras pomposas, las frases rotundas, tienen aquí su campo semántico propio, que el ciudadano ha tenido que aprender casi como una medida de autodefensa ante el desengaño que con toda seguridad vendrá. Podemos suponer las buenas intenciones o la honestidad personal, pero hay demasiados intereses partidistas y compromisos sectarios que se imponen a la búsqueda del bien común. Lo malo es que eso ha llegado a aceptarse con la naturalidad de lo inevitable.

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