miércoles, 9 de septiembre de 2020

El adiós

El teléfono sonó cuando se disponía a entrar en el comedor del hotel donde había ido a tomarse unos breves días de vacaciones, las primeras en mucho tiempo. Una voz con tono profesional le preguntó si era el hijo de un paciente que había ingresado esa mañana en el hospital, y le dieron el nombre que figuraba en sus documentos. El maldito coronavirus. Por un momento se quedó aturdido. Su padre, rebosante de salud, animoso siempre, que jamás tuvo un dolor del que quejarse y que había entrado en los ochenta con la misma naturalidad con que había cruzado todas las décadas anteriores, estaba ahora en una cama de cuidados intensivos luchando con la muerte. Hizo la maleta a toda prisa, salió hacia el coche y arrancó a toda velocidad hacia su ciudad. 

Apenas veía los kilómetros, solo la necesidad de devorarlos cuanto antes. Y la imagen de su padre grabada en todo lo que miraba. Cuánto se lo había pensado antes de decidirse a tomar aquellos cinco días. Bien es verdad que los necesitaba después de un año lleno de complicaciones de todo tipo. Fue justamente él quien lo animó ante su resistencia a dejarle solo. No tenía que preocuparse; se las apañaría muy bien, vete y disfruta. Su padre, con su mirada serena y su enorme sabiduría de la vida, era el puerto en el que refugiarse siempre que algún nubarrón amenazaba el horizonte. Cuando murió su madre, fue él el que, tragándose su dolor, le sacó del profundo pozo en que cayó; él, que acababa de perder la mitad de sí mismo. Y luego, siempre discreto, optimista y positivo frente a todo, con el abrazo justo y el cariño contenido para no resultar empalagoso, pero siempre ahí, dispuesto a cualquier sacrificio por él. Y ahora podía irse sin un adiós. 

La carretera parecía no tener fin; solo los indicadores que señalaban la distancia daban fe de que efectivamente se iba acercando. Cuando al fin llegó al hospital, entró como una tromba y preguntó en recepción por la habitación de su padre. La enfermera le informó amablemente de que no eran posibles las visitas por el peligro de contagio. De nada sirvieron protestas ni súplicas, pero él vería a su padre aunque fuera lo ultimo que hiciese. Esa misma noche, aprovechando un cambio de turno, logró entrar en la habitación disfrazado de sanitario. Su padre yacía boca abajo, entre tubos y máquinas, agitándose levemente. Durante unos momentos se quedó mirándolo con los ojos humedecidos mientras se le acumulaban los recuerdos. Luego, lentamente, se acercó a su mejilla y durante un segundo le dio un beso que duró una eternidad. Dentro de unos días que fuera lo que quisiera.

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