miércoles, 3 de junio de 2020

Lo que el virus se llevó

Por encima de todo, las vidas de miles de conciudadanos, en una trágica lista que aún está sin cerrar. Nos los llevó con las formas de una plaga bíblica, con sorpresa y sin sentido alguno que nos permitiera rebajar un poco nuestra impotencia y aliviar en algo nuestro miedo y dolor. Nos ha dejado sin lo más valioso de una sociedad, la vida y la felicidad de muchos ciudadanos, y eso, por supuesto, es lo primero que hay que lamentar. Pero a su rebufo, el maldito virus se ha llevado otras muchas cosas que formaban parte de nuestra cotidianeidad y configuraban en buena parte nuestra conducta en la vida. 
Se ha llevado, por ejemplo, la actitud despreocupada que siempre tuvimos de forma natural ante lo que nos rodea. Lo que antes era inofensivo o simplemente indiferente, ahora es visto como un enemigo escondido que puede morder sin avisar. Esa es una de las certezas que nos ha sido arrebatada: la de la entrega confiada a lo que siempre constituyó parte de nuestra vida diaria. Nos preocupa que las cosas que antes no nos preocupaban nos preocupen ahora. 
Se llevó también la sensación que teníamos de ser poco menos que invulnerables. Quizá llegamos a creer que el poder sobre el mal era el estado natural del ser humano o que acaso teníamos un derecho inalienable a vivir en él, concedido por algún dios que no conocemos. Y no. Nuestra fragilidad se nos ha mostrado en toda su realidad. Se ha debilitado buena parte de nuestra fe en el poder de la ciencia para acabar con plagas universales que nos parecían de otros tiempos. Siguen aquí y sin respuesta inmediata. Cada victoria sobre ellas es parcial, porque por cada una vencida surge otra distinta. 
El virus, aunque sea momentáneamente, nos llevó también los abrazos y los besos, las manos que se estrechan, el acercamiento confiado, los últimos adioses. Y en nuestros momentos oscuros, cuando nos ronda la sombra de la desesperanza, nos damos cuenta de que nos ha llevado cosas que creíamos tener aferradas en propiedad y solo eran prestadas; por ejemplo, la certeza de que mañana el sol saldrá igual que hoy. 
Pero también, paradójicamente, nos ha llevado el miedo ancestral a un enemigo que solo conocíamos a través de las páginas más terribles de la Historia y cuyo solo nombre helaba el corazón: epidemia. Ahora lo hemos tenido ante nosotros; hemos podido hacerle frente; sabemos de él y conocemos las sensaciones que produce. Nos ha enseñado sus puntos vulnerables y las armas que tenemos contra él. Podemos estar seguros de que en algún momento volverá bajo una u otra forma, como siempre, pero cada vez causará menor daño.

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