miércoles, 27 de mayo de 2020

Palos de ciego

Este Gobierno tiene la virtud de brindarnos de forma continua motivos para no aburrirnos. Garantizado. Basta seguir la actualidad política, aunque sea con un buscado distanciamiento, y asistiremos a un espectáculo que seguro nos va a producir efectos variados: sorpresa, estupor, indignación, cualquiera menos sosiego y sensación tranquilizadora. Un gobierno hecho de retazos siempre tiene más lugares donde cultivar ocurrencias. Es cierto que la clase política es la que más expuesta está a las críticas y al descrédito, muchas veces por motivos que en otras profesiones se disculparían más fácilmente, pero aquí parecen condensarse todos los caracteres comunes al gremio en sus aspectos más oscuros: el sometimiento de las convicciones al mantenimiento del poder a toda costa, una buena dosis de cinismo que ni siquiera causa un mínimo rubor, la consideración del valor de la palabra dada en función de la conveniencia del momento, el afán de alterar la vieja definición de la política como el arte de lo posible para convertir lo posible en imposible, o el olvido de que no existen autoridades y súbditos, sino elegidos y electores, es decir, representantes que los ciudadanos nos damos a nosotros mismos para que nos administren la cosa pública. 
Tienen todos los gobiernos tendencia a sentirse incomprendidos cuando los desagradecidos ciudadanos no ven que sus decisiones son las acertadas. Lo que no suelen tener en cuenta es que esos mismos ciudadanos saben distinguir muy bien cuándo esas decisiones se toman de buena fe, aunque luego resulten erróneas porque errar es humano, y cuándo obedecen a oscuros intereses partidistas que afectan al bien general. Este Gobierno se las ha arreglado para conseguir irritar a casi todos los sectores sociales: al sanitario, al empresarial, al educativo, al agrario, al cultural, a los cuerpos de seguridad, al poder judicial, a sus socios de investidura, a la oposición y hasta a sus propios barones y militantes de base, que han de debatirse entre el sentido común y la fidelidad a su jefe. Han firmado incomprensibles pactos que desdicen sus rotundas afirmaciones previas; aprovechan la crisis del coronavirus para colarnos reformas inoportunas y arriesgadas; ni siquiera saben contar los fallecidos por la epidemia. Es el Gobierno de los solemnes propósitos, que suenan bien hasta que comprobamos que no son más que aire; promesas proclamadas con tono enfático que se incumplen alegremente al día siguiente. Nada es creíble, salvo la certeza de que no conviene creer casi nada de lo que digan, aunque solo sea para dejar incólumes nuestras ilusiones.

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