miércoles, 25 de marzo de 2020

Crónica del aislamiento

Undécimo día de retiro. Ha llegado la primavera y esta vez sí que nadie sabe cómo ha sido. Los árboles reverdecidos y los prados en flor son imágenes para ver tan solo con la memoria. He vuelto a asomarme a la ventana como cada día, quizá con la secreta esperanza de encontrar algún nuevo signo que altere el tiempo detenido. Pero no; la calle está solitaria. La calle es ahora de las palomas y supongo que los gorriones se han convertido en los reyes de los bancos y los jardines de la plaza. En las aceras vacías no hay saludos ni encuentros ni siquiera pasos; no hay más visión que un desfile de persianas cerradas. La vida ha cambiado de cotidianidad. De un portal sale una chica con un perro. Me he fijado que lo hace siempre a la misma hora. Pasea con expresión ausente, como si tuviera que aceptar esa rutina como un mal menor frente a la que se encierra entre las cuatro paredes.
Aun en su estado de inacción, el tiempo trae sus pequeños acontecimientos, que se convierten en los hechos que configuran nuestro día personal. El periódico en el desayuno, el libro cuya lectura hemos redescubierto, la llamada de quien no se esperaba, la iniciativa en que no habíamos pensado o las manos que cada tarde aplauden desde las ventanas, convertidas en palcos de un escenario hecho de aire y gratitud. Llega desde algún sitio la canción "Resistiré", que alguien ha puesto a buen volumen, y por un momento su letra suena como un toque de emocionante rebeldía. No he dejado de oír cada día palabras como unidad, solidaridad, resistencia, civismo, compromiso, fortaleza, valentía, y frases esperanzadoras y de ánimo. Son el lado luminoso; la mayoría. En el rincón oscuro están los nacionalistas fanáticos de siempre y algún miembro del Gobierno, como ese vicepresidente de la coleta, que parece un personaje de novela creado para dar al argumento un tono inquietante.
Las horas caen con la cadencia de una oferta insistente, vestidas de oportunidad. He descubierto que no puedo arrepentirme más que del tiempo voluntariamente perdido. El tiempo no puede matarse; se muere él solo. Gira sin fin en un círculo de radio infinito y solamente nos son asignados unos insignificantes grados de su arco. El tiempo es el soñar; pobre idea la mía, pero parece exacta. El tiempo y el soñar nos son ajenos en su causalidad e impredecibles en su contingencia; los dos son finitos, implacables y generosos en posibilidades, y los dos nos tienen a su merced. Ahora el tiempo es nuestro y podemos abusar de él, exprimirlo y hacerlo parecer aún más breve. Este retiro puede enseñarnos muchas cosas.

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