miércoles, 6 de junio de 2018

El presidente que contentó a todos

Ya es difícil dejar contentos con un programa de gobierno a casi la totalidad de los partidos del parlamento, nada menos que a 22, entre ellos esos minipartidos que nunca se contentan con nada. La sonrisa de satisfacción que había en la cara del protagonista tras la votación debía de tener algo de rictus. Solo una ambición de poder cegadora o una desmesurada percepción de sí mismo pueden hacer que alguien se quede satisfecho por haber logrado contentar a la vez a veintidós partidos tan variopintos. Es para echarle al menos una mirada de recelo. Algo falta o sobra en el esquema. Pero el caso es que ya tenemos de nuevo en la Moncloa al partido que metió a España en la mayor crisis económica de los últimos tiempos, y eso a pesar de que los españoles le dijeron varias veces en las urnas que no lo querían. Una de esas conjunciones inverosímiles en el siempre incomprensible universo de la política, capaces de propiciar acuerdos impensables, esos que están hechos de deslealtades, amores antinaturales, palabras falsas y sonrisas traidoras. Nadie pone en cuestión que la llamada democracia representativa sea democracia, pero que se articulen medios para dejar a las minorías en el lugar que les corresponde por su representatividad también lo es.
El nuevo presidente no va a encontrar el camino de gloria que seguramente soñó en su febril empeño. Desde luego nadie le negará que ha conseguido un hecho atípico en las crónicas de la democracia: ser presidente de un país sin haber ganado nunca unas elecciones y sin siquiera ser diputado, pero justamente por eso siempre estará bajo la sombra de su peculiaridad de origen y con una pesada carga de agradecimientos sobre sus espaldas. Por supuesto, hay que darle suficiente margen de confianza y tiempo para que pueda demostrar sus cualidades como gobernante, que seguramente las tiene, pero de momento tendrá que contar con las escasas simpatías que despierta alguien que es capaz de aliarse con quien sea con tal de llegar al poder y lo que esto indica como síntoma de una ausencia de principios y convicciones. Además, tal como reflejan los sucesivos resultados electorales, en el plano personal no resulta atractivo para muchas gentes por su aire algo chulesco y prepotente, la altivez con la que trata de ocultar sus contradicciones, su sonrisa impostada o su irritante tono condescendiente.
Alguien ha escrito que entre un deseo y un arrepentimiento casi siempre hay lugar para una necedad. Ojalá no sea este el caso y el nuevo presidente nos descubra agradables sorpresas, pero habrá que ver qué pasará cuando tenga que empezar a pagar las facturas, teniendo en cuenta la rapacidad de semejantes acreedores. Con ochenta y pocos diputados, sin mayoría en el Senado y sin presencia en el Congreso, qué concesiones habrá de hacer, cuántas promesas secretas que cumplir, qué letras que satisfacer, cuántos cambalaches que urdir y cuántos conceptos que traicionar para mantenerse aferrado a su tan anhelado sillón. Lo malo será que esas facturas no las pagará él; las pagará el país, o sea, nosotros. En fin, que todo nos salga bien, que a todos nos va en ello buena parte de nuestras vidas y haciendas.

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