
El sustrato cultural europeo tiene su raíz en tierras griegas en el momento en que el mito comenzó a ceder sitio a la razón, y se ha desarrollado con esta marca de origen en todos los campos del conocimiento. Luego, lo que se refiere a los modos de organización social lo aportó Roma, y lo que atañía a la relación individual con lo trascendente lo puso el cristianismo. No es una visión mediterránea; ya se encargaron las reformas religiosas de contrastar los dos espacios diferenciados y de hacerlos valer hasta hoy mismo, pero nada puede entenderse en el ser europeo, ni siquiera en lo material, sin tener presente esa raíz. Como alguien ha recordado estos días, en el 298 Diocleciano dividió el Imperio romano de Occidente en siete diócesis: Germania, Hispania, Britania, dos en la Galia, Italia y África. Pues las cinco primeras son hoy los cinco estados con mayor PIB de la Unión Europea.
En este aniversario se ha hablado mucho de Europa, se han dicho muchas cosas y se han hecho muchos discursos. Ninguno, sin embargo, se ha referido a lo realmente importante: sus lazos internos, las venas invisibles que la fecundan. Todos los argumentos que se esgrimen a favor de la idea de Europa nacen de la economía, la geoestrategia o de la contingencia política del momento, es decir, son argumentos circunstanciales, que nadan sobre las olas a merced de donde sople el viento, sin anclarse en nada sólido. Se hace necesario un rearme poderoso de su identidad cultural y moral, que es justamente lo que se está abandonando en favor del fortalecimiento exclusivo de los lazos económicos y, algo menos, de los políticos. Sin unos firmes apoyos sentimentales, aferrados a las raíces espirituales que la han nutrido desde su origen, se hace imposible su futuro.