Casi todo lo que hoy nos queda de aquella poderosa señora del Mediterráneo que se atrevió a desafiar a Roma es la ciudad reconstruida por los mismos romanos, extendida a lo ancho de 600 hectáreas en torno a la colina de Byrsa, el núcleo primitivo. En su cima quedan los restos de la acrópolis romana, y junto a ellos el Museo Cartaginés y una catedral, ya sin culto, dedicada al rey San Luis de Francia, que murió aquí. Y a sus pies, dispersos entre pinares y palmeras, los vestigios de la gran ciudad: las enormes termas de Antonino, el anfiteatro, un conjunto de villas romanas, el teatro, y también los dos puertos púnicos artificiales, el comercial y el militar, que albergaba la poderosa flota cartaginesa, y el "tofet", el lugar de los sacrificios a Baal. Los franceses se encargaron de poner a esta zona el nombre de Salambó, como la sacerdotisa de la novela de Flaubert.
Desde la ladera de la colina se tiene ante los ojos la espléndida bahía, bordeada de verdor. Está el aire reposado y todo el ambiente parece contagiado de su serenidad. La luz mediterránea dibuja el paisaje con una nitidez desacostumbrada, como si todo estuviera envuelto en una transparencia desconocida. Al fondo, sobre la otra orilla, se recorta la silueta de Bou Kornine, la montaña sagrada. Apoyado en la verja de una terraza, este viajero contempla todo esto y le da por pensar que los hechos que deciden nuestros caminos en la vida vienen determinados por minúsculas conjunciones de actos insignificantes. La Historia está formada por hechos así, y de ellos gozamos o sufrimos las consecuencias, sin que intervenga más voluntad que la de quien cree decidir algo sin gran importancia. Si Aníbal, después del triunfo de Cannas, se hubiera decidido a atacar Roma, seguramente nuestra historia sería muy distinta. No habría existido el Imperio romano ni la Europa que conocemos ni yo estaría escribiendo en esta lengua. Pero ahora la mañana es luminosa y uno también piensa que sólo por gozar de este momento y este lugar, bien merece la pena venir a Túnez.
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