miércoles, 22 de marzo de 2017

Políticos de la nueva hornada

El aire fresco que anunciaban las nuevas caras de los indignados que iban llegando al foro de la política se ha ido enrareciendo a medida que fueron teniendo oportunidad de abrir la boca. Más que brisa vivificante es ya miasma envejecido que huele a rancio y que nos trae recuerdos de turbios momentos del pasado. Pronto agotaron su aliento; no pudieron sostener mucho tiempo el soplo impostado con que pretendían encandilar a todos los necesitados de un salvapatrias. Es lo que tiene estar a todas horas en las pantallas, luciendo verborrea fraygerundiana e imagen modosita de telepredicador; que las burbujas del fondo terminan por aflorar. Siempre en vanguardia de la preocupación por solucionar los grandes problemas de nuestro vivir diario, siempre atentos a la felicidad de los ciudadanos y ciudadanas, han decidido retomar la vieja arma del anticlericalismo, que les debe de parecer muy efectiva para satisfacer esa acuciante demanda de la sociedad que es la de acabar con cualquier signo religioso. Pero no les basta con asaltar capillas, terminar con la enseñanza concertada o derogar los acuerdos con el Vaticano. Han decidido que lo que realmente ofende nuestra condición de demócratas y pone en peligro todo nuestro sistema de convivencia es que la televisión pública siga retransmitiendo la misa cada domingo; o sea, que dé un servicio al 70 por ciento de la población.
Mucha dosis de fanatismo hay que tener para anteponer una ideología nacida del sectarismo a la necesidad espiritual de millones de personas. Precisamente la parte más débil de la sociedad: mayores, impedidos, gentes aisladas en el medio rural, personas que tienen en la misa dominical un consuelo reconfortador y un modo de sentirse partícipes de la vida de su comunidad a través de su liturgia y su mensaje. Pocas veces la televisión habrá ejercido con tanta dignidad su función de servicio público, ese que estos nuevos salvadores de nuestra indigencia intelectual quieren quitarle. Y todo porque ni siquiera saben leer: en ninguna página de la Constitución aparece el término laico ni ninguno de sus derivados. Lo que se dice es que ninguna confesión tendrá carácter estatal, o sea que el Estado ha de ser aconfesional, algo muy distinto, y además, que ha de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad, especialmente la de aquella que aparece como mayoritaria desde el inicio mismo de nuestra andadura histórica.
Si la altura del pensamiento de estos nuevos paladines que han irrumpido de pronto en nuestra escena política alcanza ahí una de sus cotas máximas, fácil defensa tiene el bipartidismo; aquello de que muchas manos en un plato hacen mucho garabato tiene aquí una buena demostración, viendo las manos que revuelven el plato. A ver en qué podemos mejorar la vida de nuestros conciudadanos, se preguntan cada mañana. Pues podemos, por ejemplo, introducir algún nuevo elemento de crispación o buscar problemas donde no los hay, y de paso, atacar a los sectores más vulnerables de la sociedad, también los más pacíficos y los que no tienen más respuesta que el silencio. Y el voto. Cada domingo sube la audiencia de la misa.

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