miércoles, 8 de febrero de 2017

Cuestión de modernidad

Entre los cultos que ha practicado el hombre en todas las épocas, quizá el más persistente y el que siempre ha salido fortalecido con cada generación es el que ha tributado a la modernidad. Extraña divinidad esta, que siempre requiere sacrificios, a veces tan valiosos como el de las propias convicciones. La modernidad, y esa extraña hija que algunos le han inventado y que llaman postmodernidad, es una deidad tiránica que, si no recibe una veneración sin reservas, cuelga al rebelde la etiqueta de retrógado, carca, cavernario y cosas así. Luego resulta que una mirada objetiva a los hechos y su reflejo en la sociedad nos enseña que no hay nada más reaccionario que eso que nos dan a entender como modernidad.
Lo peor de este culto es que nos lleva a la dictadura del pensamiento único. Tal parece que hemos entregado la decisión de lo que debemos pensar a una clase superior que está en posesión de todas las certezas, aunque nadie sabe de dónde la sacó. Se han hecho dueños de todas las ideas y dictaminan sobre cuáles se deben admitir o no. Salen en tromba a anular cualquier opinión que se salga fuera de su esquema; utilizan eficazmente las redes y los medios; pululan por ahí de tertulia en tertulia, pontificando sobre todo lo que se les plantee y descalificando a quien no comparta su sagrada opinión. Su poder se volvió tan grande que consigue que muchos no se atrevan a hacer aflorar sus propios convencimientos. Cuántos hay que sienten vergüenza de manifestar sus pensamientos más personales por temor a ser tenidos por retrógrados y poco modernos. Cuántos se sienten heridos en su interior al ver que cualquier botarate de la progresía se mofa de su idea acerca de su patria o de la familia y de la educación de los hijos, en nombre de no se sabe qué nuevos dogmas. O cuántos terminan por dudar de su buen gusto cuando contemplan verdaderos mamarrachos artísticos y ven que los gurús de la postmodernidad las califican de obras geniales y a él de ignorante.
Desde que la frasecita esa de "lo políticamente correcto" tomó rango de norma poco menos que de obligado cumplimiento, parece que hemos de ocultar nuestras verdaderas convicciones, no se sabe si para no herir la fina susceptibilidad de los que se sienten eternamente agraviados o para evitar que nos miren con su sonrisa desdeñosa y compasiva los prohombres de la progresía. O sea que, cuando miremos, por ejemplo, una sardina colgada del techo o cualquiera otra de esas obras artísticas de los genios de la ultramodernidad, hemos de decirles a nuestros ojos que lo que tienen delante no es el mamarracho que ven, sino algo cuya genialidad no podemos entender por culpa de nuestra pobre capacidad de comprensión, según nos dicen. Como en el cuento, el rey está vestido, naturalmente.
Nada posee el hombre más preciado que sus convicciones, sedimentadas por el tiempo, maduradas por la vida y contrastadas por el entendimiento. Demasiado preciadas para destruirlas por un falso título de modernidad. Y además, al final comprobamos que la modernidad se encuentra a lo largo de la Historia, en las grandes mentes del pasado, porque, como alguien dijo, toda la sabiduría está ahí, bajo tierra.

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