miércoles, 1 de junio de 2016

Una víctima propicia

La transformación que modificó radicalmente la sociedad a lo largo del último siglo tuvo un símbolo, que fue a la vez emblema de un tiempo nuevo, medida del prestigio social, aspiración permanente y hasta inspiración de tendencias artísticas: el automóvil. A la sombra de su venerada figura, convertida en meta de anhelos cada vez más posibles, se ha desarrollado una poderosa clase media, que ha visto en él un instrumento igualatorio, capaz de allanar desigualdades sociales y de acortar distancias de clase hasta entonces imposibles. Todo un milagro de la técnica, que, esta vez más que nunca, trascendió de las clases favorecidas y llegó a la mayoría. De las grandes cadenas de montaje salían vehículos, pero sobre todo sueños; cada uno de ellos suponía el cumplimiento de una ilusión largamente esperada, que por fin se convertía en una hermosa realidad, aunque fuera a costa de sacrificios que bien merecían la pena. Había nacido un nuevo ejemplar ciudadano: el automovilista, un ejemplar que pronto despertó las apetencias de todos los alcabaleros del poder.
Hoy el automovilista quizá sea el consumidor más exprimido, estrujado y recurrido por parte de todas las administraciones. Su peripecia de pagador impenitente ya comienza cuando pretende ingresar en el gremio. Necesitará unas cuantas clases de aprendizaje, que le brindará una autoescuela, y un examen, y por todo este proceso de sólo unos días habrá de abonar un importe similar al de todo un curso universitario. Bien, ya tiene su permiso. Ahora a por el coche. Por supuesto, más impuestos: el de matriculación, el iva, yo qué sé. Para poder circular habrá de pagar el de circulación, y cuando acabe de rodar, tendrá que pagar también por aparcarlo. Cada año estará obligado a llevarlo a que se lo revisen durante un cuarto de hora y a pagar por ello, naturalmente. Desde luego, tendrá que hacerse un seguro, y ya se sabe cómo se las gastan las aseguradoras a la hora de pasar recibos. Y pagar altísimos peajes si quiere circular por autopistas y hasta trabajar gratis para algunos gasolineros, que ven en él una mano de obra pintiparada para ahorrarse puestos de trabajo. Y que no se le ocurra tener el menor descuido y saltarse aunque sea mínimamente alguna de las infinitas reglas de circulación, por inofensiva que sea, porque tendrá que llevarse de nuevo la mano al bolsillo y dejarlo temblando una vez más. Todo ello con la amenaza permanente de la subida de la gasolina, porque ya se sabe que el precio del petróleo sólo influye cuando sube; cuando baja no.
Asediado por todos los frentes, estrujado sin ninguna posibilidad de oposición, acosado por los ayuntamientos, que parecen disfrutar dificultándole el aparcamiento, el automovilista ha de soportar su indefensión por el mismo hecho de que la vida actual se ha organizado de tal modo que le resulta muy difícil dejar de serlo. Y ahora, cuando han mejorado las vías de comunicación y tenemos unas de las mejores redes de autovías de Europa, llegan esos que se llaman expertos y proponen limitar la velocidad a 90 km. hora. Por la contaminación, dicen. O sea, que estar más tiempo en la carretera contamina menos. Ah, las calesas.

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