miércoles, 15 de junio de 2016

El pintor de lo inexplicable

Esas colas interminables que rodean el Museo del Prado en espera de poder entrar a la exposición de El Bosco vienen a ser la confirmación de que seguimos en busca de alguna respuesta a nuestras inquietudes inmateriales, igual que hace quinientos años. Es como si se siguiera manteniendo la certeza de poder encontrar en lo que se halla más allá de las evidencias de la realidad una explicación a tantos misterios como nos dejan los dogmas. Y nada mejor para ello que los símbolos, y nada más ambiguo ni más capaz de dar respuestas a la medida de cada uno. El pintor extraño y heterodoxo, que en su tiempo apasionó a intelectuales y a reyes, sobre todo a Felipe II, gracias al cual tenemos hoy en Madrid la mayor parte de su producción, fascina hoy al pueblo llano. Algo sí ha cambiado. 
El Bosco atrae porque no se entiende, y ese desafío nos azuza hasta encontrar la clave que se ajuste a nuestra razón. Sabemos que la hay, y también sabemos que seguramente no coincidirá con la que haya encontrado otro; será la nuestra. De ahí la multitud de interpretaciones, análisis y reacciones que ha suscitado. Esto es así especialmente en su segunda etapa. Hasta entonces sus temas están próximos a la pintura de género, con elementos costumbristas e intención moralizante: el prestidigitador que distrae a un primo mientras otro le roba la cartera, el cuerdo del embudo en la cabeza que extrae a otro la piedra de la locura o las festivas y fantásticas alegorías de los pecados capitales. Es en su período de madurez artística, a partir de sus 50 años, cuando comienza a romper la referencia al mundo real y aparece una fantasía desbordante de elementos híbridos, mezcla de animal, mineral y humana. Es la época de sus grandes trípticos. En torno a El carro de heno se reúnen todos los estamentos sociales, el rey y el papa, el clero y el pueblo, pobres y ricos, unidos por el mismo afán de conseguir el placer a toda costa, sin preocuparse de lo que les espera en el panel derecho. Abundan los elementos sarcásticos, como la abadesa que no necesita preocuparse por recoger el heno, pues se lo sirven, pero sobre todo queda claro el mensaje: el mundo es un carro de heno y cada uno saca de él lo que puede. 
 El destino del hombre, enmarcado, sí, en una sincera convicción cristiana, eso viene a ser El jardín de las delicias. El destino, como consecuencia de la realidad en que ha convertido su presente después del acto de la creación divina. El panel central es una explosión de elementos oníricos, esotéricos, cabalísticos, fantásticos y alquimistas, casi todos de difícil aproximación, pero siempre dentro de un fino humor: una procesión circular de gentes que montan los animales más extraños, hombres y mujeres desnudos en raras posturas o con cuervos sobre sus cabezas, artefactos extravagantes, pájaros gigantes, actitudes grotescas. Se han dado sobre cada uno todas las explicaciones posibles, desde la freudiana sobre la sexualidad del autor hasta la que le incluye en la secta adamita. Ninguna parece convincente. Uno, por ejemplo, ha leído uno tantas interpretaciones sobre la pareja que se acaricia dentro de la burbuja o sobre esa extraña mujer negra que acompaña a las que parecen ser una alegoría de las Tres Gracias, que ya sólo hace caso a la suya.

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