miércoles, 20 de enero de 2016

El culto a la fealdad

La belleza fue siempre un objetivo permanente para el hombre, tan permanente como inalcanzable, a pesar de que a ello dedicó todos sus recursos creativos. La belleza, como aspiración máxima, encarnada en cientos de definiciones que tienen todas que ver con el placer y la quietud del espíritu, pero siempre cambiante en cuanto a idea. En la naturaleza la belleza es invariable; ni aumenta ni disminuye ni se modifica; lo que es bello en ella lo es para siempre, y solo deja de serlo si se destruye. En el hombre, en cambio, es subjetiva y evoluciona con las circunstancias de la sociedad. O sea que la belleza depende del concepto que en un determinado momento tengamos de ella. La aceptamos al margen de cualquier condición objetiva, y a veces por influencia de los demás, y a eso lo llamamos moda.
El desprecio a cualquier ideal de belleza está entre los factores que intervienen en el debilitamiento de las civilizaciones. Se empieza por prescindir de los efectos de la emoción estética y se termina chapoteando en el fango de la vulgaridad, hasta que viene otra que vuelve a tener como uno de sus máximos afanes la búsqueda de la perfección y empeña todo su impulso creativo en ello. Kundera tomaba como ejemplo la música al afirmar que su transformación en ruido es un proceso mediante el cual la humanidad entra en la fase histórica de la fealdad total. Vale cualquier arte y cualquier aspecto de la vida.
Vivimos tiempos en que la fealdad ha ido ganando espacios hasta hacerse norma, y a veces hasta convertir lo bello en rechazable. En cualquier campo, desde el diseño hasta la alta costura, se tiende a sublimar ante todo lo original, no importa que sea extravagante. Nuestras ciudades levantan sus nuevos edificios señeros dentro de una arquitectura igualitaria, rendida a un funcionalismo anodino y carente de emoción; los signos ornamentales que antes era de bronce o mármol ahora se hacen de hierro oxidado; la moda que se impone a nuestros jóvenes los hace sentirse orgullosos de llevar los pantalones rotos y les obliga a ir todos uniformados, con idénticas prendas, todos de oscuro. El desfile en el Congreso de los Diputados de los miembros de un nuevo partido supuso la ocupación por el feísmo de espacios hasta entonces más o menos inmunes. Una llamada a que nos acostumbremos a valorar como atractivo la imagen desaliñada, las greñas hirsutas, los tonos negros, la vestimenta descuidada o el aspecto perdulario. Y si alguien reivindica el buen gusto se expone a recibir unos cuantos adjetivos, siempre los mismos: casposo, rancio, retrógrado y otros así. Ha cambiado el concepto del cuidado personal como signo de respeto hacia los demás y hacia uno mismo. Bien vestido, bien recibido, decía el refrán. Hay otro que enseña que el hábito no hace al monje, pero no es cierto; un hábito zarrapastroso dice mucho sobre el monje que lo lleva.
El culto al feísmo se instaló entre nosotros como una de las nuevas religiones que proliferan en esta sociedad descreída de lo trascendente y fervorosamente rendida a lo insustancial. Ante una urna griega Keats nos recordó que belleza era igual a verdad. Si esto es así, muy mal debemos de andar de ésta a la vista del aprecio en que tenemos a aquélla.

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