miércoles, 18 de noviembre de 2015

En nombre de Alá

Poco quedará ya por decir sobre esa noche de pesadilla parisina que encogió los ánimos del país vecino y aun los de todos nosotros, pero no es posible olvidar lo que la imaginación nos sugería sobre lo que podría suponer hallarse en ese momento en alguno de esos lugares, ante unas ametralladoras disparando indiscriminadamente. El horror encuentra una cálida acogida en la memoria; es un huésped agradecido y duradero; la fortalece, la hace sentirse viva, y por eso no lo suelta fácilmente. El horror cuesta mucho arrancarlo de allí donde se ha grabado. A pesar de que las cadenas de la telebasura siguieron a lo suyo, -la información nos llegaba en directo por otros dos medios más serios- será difícil enterrar aquellas imágenes, por más que vayan adquiriendo la terrible condición de ser habituales. Se han hecho todos los análisis posibles, incluyendo los de salón y tertulia barata, pero cuesta mucho dar valor a las explicaciones racionales cuando los sentimientos se encuentran afectados hasta el espanto y las consideraciones que uno puede hacerse sin gran esfuerzo indican que se trata de algo que va mucho más allá de la simple circunstancia, por atroz que sea. En nuestro caso es como una dolorosa revisión de aquellos terribles días de marzo en los que nos negamos a creer lo que veíamos hasta que el corazón lo confirmó con su dolor. El mismo propósito, la misma crueldad, los mismos asesinos, que Alá maldiga.
¿Por qué Occidente ha llegado a ser tan vulnerable? ¿Por qué esa sensación de indefensión ante unos fanáticos que se han aprovechado de nuestra acogida? Puede que una causa resida en la propia estructura de valores que constituye su misma esencia, nacidos tras una larga y dolorosa gestación: el concepto de democracia, la presunción de inocencia, el habeas corpus, la libertad de conciencia, los derechos humanos, la reinserción del delincuente. En su ingenuidad ha creído que su aplicación habría de ser universal, quizá porque sin ellos la vida no parece vida, pero con ello ha propiciado una sociedad porosa y receptiva, unas fronteras que apenas suponen obstáculo y unas leyes igualitarias, tolerantes y permisivas con todo aquel que llegue aquí. Una tentación.
Luego está eso tan habitual de que esto no es el islam, que es una religión de paz. Es viejo. Se viene oyendo desde que, aún en vida de Mahoma, degollaron a sus enemigos en Medina y desde que sus seguidores, poco después, se lanzaran a invadir a sangre y espada todas las tierras que pudieron. Y está en el Corán, donde hasta en once aleyas se ordena matar a los infieles allí donde se encuentren, y el Corán es la ley eterna, el punto donde confluyen por fuerza todas las tendencias doctrinales. Y además lo han dicho: os conquistaremos con vuestras leyes y os gobernaremos con las nuestras. Más convincentes serían los mandatarios musulmanes si denunciasen a los clérigos que prediquen la yihad, si diesen transparencia a sus enseñanzas en madrasas y mezquitas y si se pusieran al frente de las manifestaciones tras los atentados. Es cierto que la inmensa mayoría del mundo islámico rechaza la violencia y ama la paz. Por supuesto, todos los musulmanes no son terroristas, pero todos estos terroristas son musulmanes.

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