miércoles, 7 de octubre de 2015

El turismo del horror

Existe un turismo del horror, como existe un turismo de playa, de casinos, de parques temáticos o de tantas cosas. El turismo del horror es sin duda el más aleccionador de todos; no busca el halago de los sentidos, como el estival, ni el simple placer intelectual, como el cultural, ni el bienestar del cuerpo, como el de salud, ni el negocio, como el de congresos. Es el turismo de la memoria y del sentimiento, de la ausencia de palabras, de la mirada recogida y de la advertencia. El turismo en el que los ojos se revuelven doloridos y en el fondo del alma brota siempre un suspiro de alivio por estar allí solamente como visitantes. Un turismo cuyos focos de atracción no debieran aumentar jamás.
Sobre el afán de olvido que el hombre ha tenido siempre para sus momentos trágicos, como si al eliminarlos de la vista los desvaneciera también de la memoria, en los tiempos recientes se ha impuesto el propósito de conservar su presencia física, como la de un amigo que nos previene con su desgracia de nuestros errores. Somos seres olvidadizos y tratamos de defendernos de ello con recordatorios permanentes. En el fondo sabemos que no deja de ser una ingenuidad, pero cuando uno pasea, por ejemplo, entre los pabellones de Auschwitz y siente cómo se extiende en su interior su desconocimiento del ser humano, todo lo que pudiera tener de ingenua esperanza se convierte en una lección necesaria.
Los centros del turismo del horror se recorren con vergüenza, con angustia, con asombro o con un protector escudo intelectual; también con impostada indiferencia y puede que con curiosidad morbosa, pero siempre con el alma encogida. Y hay muchos. Auschwitz es uno de los nombres fundamentales de este recorrido, pero sólo uno más, porque, al contrario que los soviéticos, los campos del horror nazi quedaron a la vista de todos, convertidos en exposición permanente de lo que significaron. El catálogo de testigos conservados como muestra de lo que nunca debió haber sucedido abarca diversos tiempos y lugares. En Berlín, la torre semiderruida de la Gedäschtniskirche, la iglesia del Recuerdo, permanece en medio del moderno entorno de la ciudad. En Hiroshima se ha querido conservar la cúpula descarnada del Pabellón de Congresos como recuerdo del horror nuclear, y el turista que llega a Roma tiene en las Fosas Ardeatinas, justo al lado de unas catacumbas, un contrapunto de emoción dolorosa frente a tanta emoción estética. Oradour-sur-Glane es un pueblecito francés que permanece tal como quedó después su destrucción y de la terrible matanza de sus habitantes en 1944.
Y en España, Belchite. Destruido casi totalmente durante el asedio de 1937, se decidió mantenerlo así y construir al lado un pueblo nuevo. Sobrecoge andar por sus calles; sobrecogen sus ventanas vacías como ojos fantasmales, sus muros acribillados a balazos, los esqueletos de las cúpulas de sus iglesias, el silencio que oprime, la presencia invisible de la muerte. Dicen que algunas veces, en lo más profundo de la noche, aún se oyen entre las piedras los lamentos estremecidos de los moribundos que cayeron allí. Yo creo que es el viento que trata de espantar sus propios recuerdos.

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