miércoles, 23 de septiembre de 2015

Aire otoñal

Anda la Tierra por zona de equinoccio, todo igual, equilibrio en los ardores, paso obligado entre la euforia del verano y la depresión del invierno. La Tierra está forzada por una ley eterna a contener sus excesos dos veces al año. Qué pena que a los hombres sólo nos llegue como metáfora; qué grandeza y qué desgracia que las leyes que han de moderar los nuestros estén impresas sólo en nuestro interior; bien podrían estar sometidas a un mandato inexcusable para que fueran de obligado cumplimiento. Aunque no, mejor que respeten nuestra libertad. Tiempo de medida justa, reparto equitativo del día entre la luz y la oscuridad, Libra en el cielo, y en el suelo nuestras miserias de siempre, como de especie irremediable, y nuestras alegrías y dolores de seres racionales, que son el mayor atributo de nuestra condición. Los usos sociales lo convierten en el verdadero comienzo del año, dejando al otro con su festivo valor simbólico. Mientras la naturaleza se dispone a adormecerse, el hombre reinicia su ciclo anual, aunque sea a cuestas con eso tan moderno del síndrome postvacacional. Se reabre el curso político con los señores diputados otra vez dispuestos a sacrificarse por nuestro bienestar, y este año con algunos iluminados dispuestos a sacrificarnos a todos; se generan propósitos de enmienda; regresan los estudiantes a las aulas y los coches a las ciudades y la rutina a sus aposentos de siempre. Sin campanadas ni fuegos artificiales, septiembre abre el año nuevo.
Quizá sea el dorado de los campos o el ocre de las choperas o el suave vaivén de la hoja que cae, el caso es que este viene a ser un tiempo de reflexión, tal vez asociado a la melancolía que le es tan propia. Uno contempla a esos niños con sus mochilas al hombro camino del colegio, alegres en sus charlas o interrogante la mirada entre la ilusión y el temor de lo primerizo, y recuerda sus propios septiembres, lejanos en el tiempo, pero prendidos a la memoria, cuando la vida aún era una página en blanco en la que nadie había comenzado a escribir. Un suave vientecillo que se ha levantado le despeja las añoranzas.
Pronto regresará Orión y el cielo habrá ganado su aspecto más misterioso, y seguramente alguien, mirando en la noche el brillante azul de Rígel, volverá a pensar en la infinitud de nuestra pequeñez. Qué imagen tan manida y tan exacta la del ciclo de las estaciones sobreponiéndose al de la vida; el otoño, cuando las ramas ya van viendo que el suelo se llena con sus despojos, última etapa de plenitud, y el invierno, la antesala. En las largas noches frías surgen los espectros de lo desconocido y los recuerdos se vuelven más intensos y más dolorosos. Atemoriza el invierno.
Pero aún es otoño, tiempo de vendimia, de higos y nueces, de castaños erizados y de almendros en sazón. El tiempo de los hayedos cobrizos y de los bosques imposibles para cualquier pincel. Aún no se les han despertado a las golondrinas sus ansias eternas de cielos lejanos. Que espere el invierno, que no están preparadas todavía las nostalgias del sol sobre las pieles desnudas ni las de los amaneceres tempranos y los crepúsculos prolongados en las tardes sin tiempo. Que espere, que a todos nos ha de encontrar.

1 comentario:

Duende dijo...

Precioso. Su prosa tan rica, tan llena de matices, es poesía pura, y en mi siempre despierta las ánsias de seguir leyendo. Muchas gracias.