miércoles, 5 de agosto de 2015

Olor a tomillo

Estos días, cuando el sol se toma más en serio su misión de darnos calor, este viajero, que confía más en la eficacia del bosque que en la de la playa, ha vuelto a uno de sus lugares preferidos, en la ladera sur del puerto de Navacerrada, y se entretiene ahora mirando un madroño en el que se han posado dos verderones que parecen desconcertados, como si todo les resultara nuevo; se miran, levantan la cabeza y emprenden el vuelo, eso sí, juntos, no sé si por miedo o por amor. Es este un mundo en el que estar ocupado tan sólo en cosas como esta, en recibir sensaciones y en andar, porque aquí el conocimiento, que tiene un cuerpo difícil de abarcar, sólo puede alcanzarse desde la observación pegada a la tierra.
Andar por el río, cruzar el bosque y subir hasta la cima de la montaña por un sendero cerrado entre pinos, un sendero penumbroso y alegre, sobre el que el sol dibuja manchas temblorosas de luz. Ir tal vez por el camino de un antiguo sanatorio, hoy desaparecido, hasta la Bola del Mundo, o por el puente del Descalzo y la vieja vía romana hasta el puerto de la Fuenfría, o por la senda Schmidt bajo los Siete Picos, o a la pradera de Navarrulaque a ver los miradores de los poetas, o atreverse Pedriza arriba y luego a Peñalara, y a ser posible llevar una voz amiga al lado, que el sol y la brisa, el aroma intenso del pino y el tomillo, el sosegado sentir de lo silvestre, inducirán a un anhelo de identificación y a establecer una relación nueva sobre el solar de la vieja. Y arriba, en la cumbre, las laderas ya no son pinos, sino granito y matorrales; algún caballo, cualquier fuente, puede que una pequeña laguna. Sobre las cabezas se nota el encuentro del aire de las dos Castillas.
Por debajo de La Pedriza, la orgullosa figura del castillo de Manzanares es la firma de la España del mester de caballería, cuando los marqueses eran poetas y se admiraban de lo garridas que pueden ser las vaqueras; de este de Santillana quedan el castillo, los piropos en soliloquio y sus sentenciosos consejos, que suelen florecer en toda época de transición, y la suya bien que lo fue. En la otra vertiente, más o menos a la misma altura, La Granja aparece como el contrapunto conceptual y estético. Al pie del puerto de Cotos, el monasterio del Paular alza su torre entre robles y chopos, en uno de los valles más hermosos que el visitante pueda encontrar. En el puente del Perdón, los Caballeros de los Quiñones decidían si el delincuente que habían apresado debía seguir hacia la Casa de la Horca o le dejaban libre. El río Lozoya, cuando pasa debajo del puente del Perdón, tiene las aguas verdes.
Es la Sierra por antonomasia, la sierra de Madrid o de Segovia, según se mire, pero la Sierra. Y por encima de su extraordinaria belleza física, el caminante puede fijarse en que pocos corazones de historia habrá tan definidos como este. A poco más de la vista humana, allí están desde los yacimientos de neandertales de Pinilla del Valle hasta la estación espacial de la NASA en Robledo de Chavela. Y desde cualquier punto de la ladera sur puede verse en la lejanía, como un sello labrado, la inconfundible figura de El Escorial. No, no le falta ninguna página al caminante en esta serranía.

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