miércoles, 12 de agosto de 2015

Notas de agosto

Siempre termina viniendo, aunque sea en visita breve y haciéndose el remolón, como si no acabasen de gustarle estas tierras del norte. El verano por aquí llega de forma casi furtiva, para desesperación de hoteleros y tiendas de bronceadores. Y además es de poco fiar por veleidoso e inestable, y no hay que buscar explicaciones más allá del hecho de que siempre fue así. Uno, que tiene tendencia a no creer casi nada de lo que le cuentan sobre las causas del cambio climático, piensa que el tiempo ha hecho lo que le dio la gana en este planeta desde el primer día de la creación hasta ahora, y que no debemos ser tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial. Imagino que los hombres del paleolítico, cuando les llegó la glaciación würmiense y vieron cómo la Tierra entera se convertía en un témpano de hielo, también hablarían de un cambio climático, si supieran qué significaba eso. Y si lo supieran iban a tener difícil encontrar alguna obra suya a la que echar la culpa.
Pues eso, que el verano viene a ser el de siempre: una manifestación de sensaciones contrapuestas según dónde se entre en contacto con él. Una duda metafísica por estos lares y un agobio por los mediterráneos, una interrogativa mirada al cielo cada mañana aquí y la certeza de otro sofoco allí, un pensárselo dos veces antes de meter el pie en el agua en nuestras playas y una zambullida despreocupada en aquellas. Si se quiere encontrar diferencias con los de otros años habrá que buscarlas allí donde no alcanzan los barómetros ni el picor de las cicatrices ni el calendario zaragozano.
Como las serpientes de verano han dejado ya de ser aquel inofensivo y recurrido asidero periodístico estival -oh signo de estos tiempos tecnificados-, la actualidad se nutre de la realidad, que es un alimento que suele resultar bastante más indigesto. Ya no tenemos a Nessy en su lago, ni siquiera una plaga de topillos o de medusas, que también daban su toque de exotismo estacional. El único animal que se ha hecho famoso este verano ha sido Cecil, un león casi con ecos disneyanos, que por lo visto era algo así como si se hubiera escapado del escudo de su país, y que terminó asesinado por un millonario descerebrado. Nada ejemplifica mejor la tónica de este verano, en el que las páginas de los diarios parecen fotocopias de las de El Caso, aquel semanario que cada sábado se esmeraba en poner a todos un nudo en la garganta mostrando lo peor del ser humano. Madres que arrojan a su bebé a un contenedor, padres que degüellan a sus hijos, hombres que matan a sus mujeres, niños que se ahogan cada día, incendiarios quemando nuestros montes. Triste verano, estación de la alegría. Quizá el calor avive las pasiones y active algunos comportamientos que habitualmente permanecen inhibidos, pero no, eso sería otorgar al determinismo climático un poder que seguramente no tiene. Quizá más bien en el trasfondo de todo se encuentre, aparte de alguna maldita casualidad, el frívolo trastrueque de conceptos a que hemos sometido muchos de nuestros valores más decisivos, entre ellos el de la familia. Cada vez que un niño es asesinado nos hace una llamada a esta reflexión.

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