miércoles, 18 de marzo de 2015

De nuevo entre nosotros

Mire que le hemos buscado, don Miguel, y ahora parece que al fin ya sabemos qué habíamos hecho con sus despojos después de los trasiegos a que sometimos su humilde sepultura. Le echábamos de menos. Le necesitábamos. Nos hacía falta su presencia para sentirnos un poco menos huérfanos, que no sabe vuesa merced lo áspero que puede hacerse un tiempo tecnificado y descreído sin una referencia física a lo mejor de nuestro espíritu, por simbólica que sea, que lo suavice. Cuatro siglos escondido, sin saber de sus restos más que lo que nos dice la décima que le dedicó su amigo Urbina, esa que empieza: “Caminante, el peregrino / Cervantes aquí se encierra, / su cuerpo cubre la tierra, / no su nombre, que es divino”. Eso le pasa por no haber puesto de epitafio una maldición sobre el que tocase sus huesos, como hizo su contemporáneo Shakespeare, que así lleva los mismos cuatro siglos sin que nadie se haya atrevido a moverlo. Válganos el cielo, don Miguel; bien aplicadas vienen aquí las palabras de su hidalgo: “El tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no la saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra”. Y al fin y al cabo, si no hay memoria que el tiempo no acabe, tampoco habrá olvido, que ya se sabe los juegos que se traen los opuestos. Además, mire: ha tenido más suerte que su íntimo enemigo Lope de Vega, y que sus vecinos Quevedo y Calderón, o que Tirso, o que, por citar otro genio que coincidió con usted, Velázquez. Todavía no los hemos encontrado.
  Mirar hacia atrás, hacia los que nos precedieron en el tiempo, es un ejercicio de todas las épocas, y en su caso bien claro lo deja vuesa merced en sus obras en lo que a su sentir se refiere. Ahora ya no es el mismo concepto de fama ni de gloria inmortal, pero seguimos aspirando a lo perenne y envidiando a quienes lo han conseguido por encima de la caducidad de la materia. Hemos encontrado sus restos y sentimos como si en la familia se hubiera acabado con una penosa ausencia, pero sabemos muy bien que no son los huesos lo que cuenta, más allá de la gozosa sensación de imaginarnos que vuelve a estar entre nosotros. Son los espectros que nos haya dejado por aquí, y esos sí que se encuentran instalados en la inmortalidad. El espectro islandés o coreano de su hidalgo está más vivo que la mayoría de todas esas figuras bien definidas por intereses puramente materiales, que se nos presentan cada día desde los poderosos medios que nos abruman. Cuerpos clónicos, huecos y efímeros, esculpidos por la publicidad; se asombraría de ver quiénes escriben hoy algunos libros de éxito. La figura de su caballero loco es reconocible en cualquier lugar del mundo; cabalga por los campos de la mente de todos nosotros, eso sí, casi siempre vencido, con la espalda doblegada como cuando volvió a su pueblo tras la derrota final. Y no se crea que sólo dio pasatiempo al pecho melancólico y mohíno. Algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Si puedo, iré a poner una flor en su tumba.

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