miércoles, 4 de marzo de 2015

Dos momentos del arte

Parece que deberíamos haber aprendido a comprender al ser humano y a confiar en que el progreso de las ideas hubiera elevado su condición racional, y todavía hemos de sorprendernos al comprobar que entre el fanatismo y la estupidez media la misma distancia que entre dos siameses. El fanatismo obliga a entrar en su oscura caverna a todas las demás ideas y las somete a su tiranía. La estupidez las desprecia y las ignora porque así cree que las desactiva. Para desgracia de todos, la Historia tiene un amplio muestrario de ambas cosas, pero cabía pensar que algunas ya estuvieran superadas, precisamente por la enseñanza de la propia Historia y por lo que se supone que implica de progreso del ser humano en todos sus aspectos. Lo que los islamistas están haciendo en los países que dominan constituye la evidencia más clara de que esto no es así. A estas espadas exterminadoras de Alá no les basta con someter a sus mujeres a humillaciones inconcebibles en esta época, al fin y al cabo eso yace en lo más hondo de su interpretación coránica, sino que están destruyendo lo mejor de su patrimonio artístico. Los preciosos vestigios de la civilización asiria, aquellos relieves de la legendaria Nínive, que ilustraron nuestros manuales de Historia del Arte y que nos hicieron atisbar un concepto creativo distinto, en un tiempo y un lugar ajenos por completo a los nuestros, están siendo demolidos a martillazos. Habían aguantado durante dos mil quinientos años los ataques de los tártaros, las inclemencias del desierto, los infinitos cambios políticos de esta zona y hasta las profecías de Jonás, pero no han podido sobrevivir a los islamistas. Alguien ordenó acabar con ellos por ser contrarios al libro del profeta; eran obra de adoradores paganos. O sea, como si en Egipto ordenan demoler la esfinge.
La iconoclastia es una enfermedad que afecta a los débiles mentales y que por aquí también hemos padecido. Los cristianos, cuando alcanzaron algún poder en Roma, destruyeron todas las estatuas de los emperadores y sólo dejaron en pie la del Capitolio creyendo que era la del cristiano Constantino. Luego resultó que era la del pagano Marco Aurelio, pero ya entonces los tiempos habían cambiado y el emperador estoico sigue allí, sobre su caballo, como único testigo sobreviviente de otra enorme estupidez. Pero esto fue en un siglo ya lejano. Ahora, en el XXI, los leones y toros alados de Nínive han ofendido con su gastada figura la conciencia religiosa de los que parecen no tenerla para asesinar con crueldad inhumana.
Mientras tanto, aquí está en todo su esplendor ARCO, esa feria del arte incomprensible y de lo incomprensible del arte. Una de las obras expuestas es un simple vaso con agua, de un tal Wilfredo Prieto. Su precio, 20.000 euros. Dice el galerista que el vaso en sí no vale nada, que si lo roban pone otro, que lo que cuenta es el certificado del autor, y que no vale colocar uno igual en casa, porque no sería un Prieto, sino una copia. Seguro que lo venden, que ya Cicerón había notado que stultorum plena sunt omnia, en todas partes abundan los tontos. O sea que no estamos peor que hace dos mil años.

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