Y entonces ¿por qué escribir? Pues la verdad es que no se sabe muy bien. Acaso sea por la belleza especial que tiene todo lo inútil y que atrae con mucho más vigor que la de lo práctico y utilitario que nos hace la vida más cómoda. O quizá por la íntima vanidad de querer dar testimonio de uno mismo. O puede que en realidad, como ya alguien dijo, no exista nada inútil, ni siquiera la misma inutilidad. El caso es que uno se sienta ante su pantalla vacía con el ánimo dispuesto a hilvanar palabras que den fe de ideas y pensamientos, de reflexiones, de sugerencias y a veces, incluso, hasta con una cierta pretensión consoladora, tan atrevido puede ser. Buscará un lenguaje grave o desenfadado, en función del tema o de su propio estado de ánimo, siempre con la inquietud de conseguir algo literariamente correcto y en pelea constante con las limitaciones del idioma y, sobre todo, con las propias. Luego, en algunas ocasiones, algún lector escribe o llama, pero la gran mayoría calla y se guarda para sí sus opiniones sobre lo que ha leído, lo que deja al autor a solas consigo mismo.
Se dice que los periódicos, esos museos de minucias efímeras, según Borges, son los depositarios hoy día de la mejor literatura que se escribe en la actualidad, pero quedan para los buenos degustadores. La reflexión y el pensamiento son incompatibles con las exigencias de las redes sociales. En ese teclear continuo de quienes caminan por la calle con la mirada puesta a todas horas en la pantalla de su móvil, sólo hay sitio para la inmediatez, la intrascendencia, la superficialidad. Vivimos el triunfo final de lo breve y el esplendor de lo instantáneo. La información vence al propio medio, la conclusión se impone al análisis, y la belleza formal queda absolutamente desterrada por la vulgaridad. Pero no importa. Seguiremos escribiendo. A pesar de todo, siempre habrá quien crea en la sugerente atracción de lo inútil.
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