miércoles, 11 de febrero de 2015

Invierno

Vaya con el cambio climático y el calentamiento global, lo difícil que nos ponen creer en su existencia. Uno, que tiende a ser un poco ingenuo y a aceptar lo que le cuentan con tono concluyente desde los altos púlpitos de la ciencia, se ha asomado estos días a los campos ateridos, a los caminos cortados y a los pueblos recogidos a la fuerza en sí mismos, y nota que ha perdido gran parte de su credulidad. Por lo menos, lo que ve lo pone todo bajo sospecha. Han vuelto a los tejados los carámbanos de nuestra infancia y a helarse los regatos que ya creíamos inmunes al poder invernal. Se han batido marcas de frío y de centímetros de nieve, se ha oído continuamente aquello de que esta es una nevada de las de antes, se han querido encontrar antecedentes y han tenido que buscarse en décadas ya perdidas en la memoria. El invierno ha llegado a lo grande, como argumento concluyente, y nosotros lo miramos con ojos de sorpresa, a pesar de que nunca ha hecho mucho caso de teorías que lo daban por moribundo. Puede que en nuestro acelerado camino hacia adelante nos hayamos olvidado de que somos hijos de la tierra que pisamos y que, en su impulso incomprensible, se mueve por designios distintos a los nuestros, sin darnos explicaciones de nada. Y puede también que tanta alarma no sea más que otra falacia de oscuro designio, pero cómo no esbozar una sonrisa aliviada cuando el invierno vuelve por sus fueros y pone de nuevo en los campos y en los termómetros sus señas de siempre. Pocas cosas hay más reconfortantes que la normalidad.
El invierno es todavía una de las cosas que se siguen desenvolviendo dentro de una lógica inmutable. Puede venir a su tiempo o impacientarse y anticipar su visita, pero llega siempre, y lo hace con la altiva displicencia del que no tiene ninguna deuda con nadie. Basta una leve mueca suya para que medio país quede desorientado y sin apenas capacidad de respuesta. Pueblos aislados, centenares de personas inmovilizadas, infinidad de proyectos rotos, y a dar gracias porque sólo suelen ser unos pocos días. El invierno tiene un poder casi infinito y se ensaña cuanto quiere y pone al descubierto nuestras debilidades de simple especie y, desde luego, todas nuestras imprevisiones y carencias para paliar sus efectos. Porque por mucho que nos creamos estar llevando a feliz término la enésima revolución tecnológica, por más que podamos dejar bien dicho para la posteridad que esta es la generación de las comunicaciones, por alto que queramos alardear de nuestra condición de dominante “homo faber”, lo cierto es que uno contemplaba las escenas del otro día y le parecía estar viendo el cuadro de Goya La nevada. Cambien el burro por un coche y díganme si no. Peor aún, porque el burro avanzaba; los coches no.
El invierno, metáfora recurrente del ciclo final de nuestra vida, allí donde la calma y el sosiego sustituyen a los olvidados ardores del estío. En el silencio de sus campos nevados y en las brumas envolventes de sus largas noches vemos el reflejo de nuestro propio invierno. Pero hay una diferencia: al final del primero siempre hay una primavera.

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