
El invierno es todavía una de las cosas que se siguen desenvolviendo dentro de una lógica inmutable. Puede venir a su tiempo o impacientarse y anticipar su visita, pero llega siempre, y lo hace con la altiva displicencia del que no tiene ninguna deuda con nadie. Basta una leve mueca suya para que medio país quede desorientado y sin apenas capacidad de respuesta. Pueblos aislados, centenares de personas inmovilizadas, infinidad de proyectos rotos, y a dar gracias porque sólo suelen ser unos pocos días. El invierno tiene un poder casi infinito y se ensaña cuanto quiere y pone al descubierto nuestras debilidades de simple especie y, desde luego, todas nuestras imprevisiones y carencias para paliar sus efectos. Porque por mucho que nos creamos estar llevando a feliz término la enésima revolución tecnológica, por más que podamos dejar bien dicho para la posteridad que esta es la generación de las comunicaciones, por alto que queramos alardear de nuestra condición de dominante “homo faber”, lo cierto es que uno contemplaba las escenas del otro día y le parecía estar viendo el cuadro de Goya La nevada. Cambien el burro por un coche y díganme si no. Peor aún, porque el burro avanzaba; los coches no.
El invierno, metáfora recurrente del ciclo final de nuestra vida, allí donde la calma y el sosiego sustituyen a los olvidados ardores del estío. En el silencio de sus campos nevados y en las brumas envolventes de sus largas noches vemos el reflejo de nuestro propio invierno. Pero hay una diferencia: al final del primero siempre hay una primavera.
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