miércoles, 11 de junio de 2014

Aprovechando la ocasión

Valiéndose de una consecuencia natural del paso del tiempo, y de que el efecto entrópico hace de las suyas, nostálgicos de los años 30 han desempolvado la bandera de los tres colores y salen a agitarla contraponiéndola a la rojigualda de siempre. No son muchos, pero ya algunas televisiones se encargan de hacer planos cortos para que llenen la pantalla. El caso es que, si se trata de oponer dos conceptos, no se entiende muy bien, porque la bandera rojigualda al fin y al cabo es tan monárquica como republicana, porque también lo fue de la I República. Es la bandera de la nación, no la de una forma de gobierno. Pero es sabido que los momentos de transición son el tiempo de los demagogos agitadores y de los expertos en intentar arrimar las ascuas a sus sardinas, aunque sea a costa del riesgo de incendiar toda la casa. Muchos de ellos son los mismos que en su día aceptaron esa bandera y la forma monárquica, y nos vendieron entonces el gesto ocultándonos el término oportunismo y sustituyéndolo por el de sentido de la responsabilidad. Imitación de la naturaleza; los camaleones también vuelven siempre a su color natural. Qué lejos les queda aquello que su camarada Carrillo respondió al Rey cuando éste, durante una recepción palaciega, le preguntó si se sentía incómodo allí: “No, señor, porque si usted no estuviera yo tampoco estaría”.
Puede que en muchos se trate de limpios sentimientos, fecundados por la añoranza de viejos testimonios cercanos o por el anhelo de utopías soñadas, pero no cabe aducir argumentos de base dicotómica en rotunda contraposición, como los que se han oído estos días a algún dirigente de no muchas luces, que fijaba una categórica disyuntiva: o monarquía o democracia. Basta echar una mirada al mapa político del mundo, o recordar, por ejemplo, que las leyes de la República prohibían cualquier signo monárquico, mientras que ahora ya se ve. Si todo se apoya en tan débiles razones, no quedan más que las viejas nostalgias. E incluso, en sentido contrario, alguien podría aducir algún tipo de determinismo histórico, porque el hecho evidente es que en los veinte siglos de historia de España se ensayó dos veces la forma republicana y las dos acabaron en guerra civil.
Ningún país de nuestro entorno se cuestiona su forma de Estado; ninguna monarquía se plantea ser república ni al revés. A nadie se le pasa por la cabeza embarcarse en una aventura institucional tan seria para tratar un problema que no existe, porque ya se resolvió en su día con la aprobación general, y más cuando hay preocupaciones mucho más acuciantes y angustiosas que requieren todos los esfuerzos. En tiempo de zozobra no hacer mudanza, dice el clásico consejo, pero en eso, como en otras cosas, nuestros partidos minoritarios son peculiares. No se reconocen a sí mismos sin el coqueteo con el antisistema. Les importa muy poco la estabilidad del país, cuando la estabilidad es el bien primario más precioso, porque es imprescindible para alcanzar todos los demás. Si es que parecen empeñarse en dar la razón a aquel que nos hablaba de nuestros demonios familiares.

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