miércoles, 18 de junio de 2014

Labor de trilla

En todo ese desfile de personajes que cada día se dirigen a nosotros desde las ventanas de los medios, qué pocos hay que realmente merezcan nuestra atención. Esa pasarela sin fin de tipos repetidos, hablando continuamente de todo en tertulias y comadreos, da para un análisis en el que nos encontraríamos con elementos muy diversos: ideología del medio, objetivo a conseguir, intereses en juego, coste, etc. Hay casos en que se ve una intencionalidad clara de crear algún nuevo liderillo, como ha sucedido en las recientes elecciones europeas. Otras veces son una amalgama de tipos, cada uno con sus limitaciones a cuestas. Están los que tienen soluciones para todo y parecen ofendidos porque no se pongan inmediatamente en práctica. Están también los que siempre saben lo que va a pasar, esos que tienen las claves del futuro, una grey muy abundante, por cierto; cuando estalle el fin del mundo, en medio del caos seguro que se oirá a alguien gritando que ya lo sabía. Hay veces, muy pocas, que el espectador tiene la grata sorpresa de encontrarse con personas verdaderamente interesantes por la altura de sus conocimientos, la profundidad de sus razonamientos, la humildad de su palabra y la educación con que aceptan que el ignorante de turno les interrumpa con alguna memez, pero estos no dan juego televisivo y se les tiene callados el mayor tiempo posible, y por supuesto no se les vuelve a llamar. Esto da lugar a una verdad de carácter axiomático: los personajes dignos de admiración casi siempre hay que buscarlos entre los que nunca aparecen ante los focos del gran teatro del mundo.
Luego está el grupo más numeroso, el de los demagogos, un gremio tan viejo como la sociedad, que abarca un amplio espectro: pacifistas de pacotilla, políticos que sólo pretenden agradar a la plebe para atraérsela, predicadores de dogmas basados en sus propios intereses. Los peores son aquellos en los que, entre su actitud ante la opinión pública y su actitud real personal existe la diferencia de la hipocresía, ese velo tejido de miseria que tapa la verdad con su cara negra y luce ante el espectador su lado hermoso. Ya no se trata de la oposición que pueda haber entre la obra de un artista y su conducta personal, sino de la que hay entre las convicciones que se pregonan para sostener una imagen de noble idealismo y las que realmente se tienen. Y que, además, siempre terminan por aflorar, porque es fácil que en algún momento la máscara se quede enganchada en alguna espina de la vida. Ejemplos ilustres abundan en todos los sitios. John Lenon y Yoko Ono cantaban aquello de "liberen a los prisioneros y encierren a los jueces, libérenlos en todas partes", pero cuando el asesino de John, Marc Chapman, cumplió veinte años de condena y solicitó la libertad condicional, Yoko pidió al tribunal que rechazara su demanda.
En medio de la desaforada explosión informativa que nos abruma con todo tipo de caras y opiniones interesadas, no hay postura más saludable para el respeto que uno se debe a sí mismo que tener un criterio propio, nacido de informaciones diversificadas que fortalezcan la objetividad, mantener la personalidad del pensamiento y no dejarse atrapar por ningún hechizo vaporoso.

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