miércoles, 3 de marzo de 2010

El color del cristal

Apariencia y evidencia son dos difíciles compañeras con las que hemos tenido que convivir desde nuestra aparición en este planeta. La lucha por distinguir entre una y otra es la lucha de la humanidad en su afán por alcanzar la certeza de las cosas. La ventaja de la apariencia es que apenas necesita esfuerzo para ser asumida, quizá por eso de que el diablo es más diabólico cuanto más bondadoso parece. La evidencia, en cambio, exige un trabajo añadido para asegurarnos de que lo es.
De las apariencias se dice que engañan, pero no se dice hasta qué punto, quizá porque nadie puede saberlo. Hay apariencias creadas a propósito para equivocar al prójimo, algo que siempre supo hacer muy bien nuestra especie, y apariencias disfrazadas de evidencia, que resultan enormemente difíciles de descubrir, hasta el punto de que, cuando alguien lo consigue, hace avanzar a la humanidad un salto adelante. Uno, por ejemplo, siempre ha tenido una admiración confesada por el primero que se dio cuenta de que era la Tierra la que se movía en torno al sol, y no al revés. Desde la aparición del hombre, él fue el único en darse cuenta de un engaño absolutamente perfecto. Un engaño es tanto más grande cuanto más identificadas estén entre sí la apariencia y la evidencia. Cuando ambas coinciden hasta fundirse en un solo hecho sensible, el engaño es poco menos que indescubrible, salvo por vía científica o por una genial intuición o acaso por una imposible desconfianza generalizada hacia todo. En este caso apariencia y evidencia aparecen bien hermanadas. Si por la mañana el sol está en un sitio y por la tarde en otro, es evidente que se ha movido; resulta tan obvio que a nadie se le pudo ocurrir jamás que podía ser de otro modo. Cómo no admirar al receloso que no se dejó engañar por una evidencia tan palpable y la delató como apariencia. Naturalmente, fue un griego, Aristarco de Samos, y naturalmente, fue acusado de impiedad; los guardianes de la verdad de turno le culparon de querer turbar el reposo de Hestia, o sea de la Tierra, pero no hay noticia de que se haya retractado. La idea era tan absurda que durmió otros mil ochocientos años, hasta que Copérnico la retomó con duda y con temor, y Galileo, con menos duda y más temor, logró que fuera aceptada definitivamente como verdad.
A veces le da a uno por pensar en qué mundo de engaños estaremos viviendo, a la espera del genio que los desvele. Puede que una de los estados de la sabiduría sea comprender que no nos ha sido dada ninguna garantía de realidad, por más que nuestros sentidos y nuestra razón lo digan; que lo que se nos muestra a los ojos como cierto no merece más que el estatuto de apariencia, y que acaso eso constituya la base última de la libertad personal. Pero contra las apariencias que inundan nuestra vida cotidiana desde todos los medios y que nos confunden y ofuscan para sacar provecho de nosotros, no es buen arma la simple desconfianza, sino la reflexión derivada del conocimiento. No es un simple ver para creer, sino saber para no tener que creer. En todo caso, es preferible la duda a la fe ciega en las apariencias.

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