miércoles, 24 de marzo de 2010

Decir adiós en compañía

Vivían solos, en una casa de tipo medio, como la del que no padece graves apuros económicos. No tenían hijos, ni quizás amigos a los que abrirse y esperar de ellos una caricia en el alma. Tenían también muchos años, la esperanza menguada y las ilusiones desaparecidas. Y soledad, toda la soledad que es posible llevar entre dos cuando la compañía del otro ya resulta impotente para vencerla. Cada día comenzaba sin promesas y cada noche no era más que una alegoría de algo que iba tomando forma en lo más hondo de sus pensamientos. Y entonces, cuando sintieron que los instantes se iban empequeñeciendo hasta convertirse en un punto inmóvil, tomaron la decisión. Se irían juntos. Saldrían cogidos de la mano del escenario donde habían permanecido ochenta años. La prórroga del acto tenía más de amenaza que de premio. Si la soledad de dos era insoportable, mucho más lo sería la de uno solo. Él sacó una vieja pistola y disparó, primero a ella y luego a sí mismo. Y aquella alegoría intuida de la noche se hizo eterna realidad.
Uno no es nadie para indagar los motivos que se ocultan en los escondrijos más profundos del espíritu, y además sería vanamente pretencioso, porque sin duda serán diversos y múltiples, pero desde su mirada actual, digamos que inmersa en la normalidad, puede imaginar su intensidad. La intensidad de su reflexión, de los susurros a medio asomar, de aquellos terribles silencios en los que sólo actuaron las miradas y si acaso las caricias, la intensidad de su propósito y de su deseo de consumarlo, quién sabe si la intensidad de la oración final. ¿Cuáles serían sus palabras de despedida? ¿Qué última mirada se cruzarían, que último beso resumiría los que se habían dado a lo largo de toda su vida?
Morir juntos y voluntariamente parece el sueño de los dioses o de quienes aspiran a ser más que ellos alcanzando el don de elegir su propio destino. Morir juntos no es la muerte que piden los puros racionalistas, porque éstos mueren con la voluntad indivisa y en la consciencia de ver cumplida la razón. Morir juntos y voluntariamente no tiene más razones que las que brotan de las oscuridades del alma humana, ni más brazo ejecutor que la voluntad compartida por dos corazones, a los que les ha sido negado y ofrecido todo por igual.
¿Qué puede mover a una persona a querer compartir con otra el instante final? ¿Qué motivos son capaces de llevar a renunciar a la propia vida con tal de acompañar a alguien en el último trance? Las razones de esta pareja de ancianos, a los que los años ya les habían dado todo lo que podían darles, en el fondo fueron las mismas que las de Kleist y Henriette, las de Koestler y Cynthia, las de Zweig y Lotte o la de esos dos adolescentes canarios que se lanzaron abrazados al vacío no hace mucho tiempo. Fue tal vez el miedo, o un grado excepcional de comunión entre ambos espíritus, o el temor a que la ausencia maldita cambie totalmente a los ojos el aspecto del mundo, o simple debilidad, o pura cobardía. Desde luego no pudo ser ningún vano afán de trascendencia terrenal, porque la noticia apenas ocupó unas pocas líneas en las páginas de algún periódico.

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