Como una sandez más del catálogo de sus ocurrencias, nuestros gobernantes nos presentan ahora la Ley de Bienestar Animal. Dan satisfacción así a ese atronador y universal coro de voces clamantes a favor de los derechos de los irracionales y contra
cualquier actitud humana que atente contra su vida e incluso contra su
libertad. Buena intención es, casi piadosa. De una elevada aspiración de
confraternización universal y de solidaridad con todo lo creado. Las
florecillas franciscanas en lectura actualizada. “¡Oh, hermanitas mías,
tórtolas inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger?”. Pero aquí no se
trata de amor, que siempre depende del corazón, sino que se exhiben derechos, y
entonces surgen algunas preguntas. ¿Se puede conceder derechos a quienes jamás
podrán hacer uso de ellos ni se les pueden imponer los deberes que conllevan?
Buen tema para sesudas disquisiciones. Como este otro: si se reconocen derechos
a los animales es porque se cree que los tienen, y si los tienen es porque
alguien se los ha otorgado, pero ¿quién? No pueden derivarse de la ley natural,
porque es la propia naturaleza la que impulsa a otros animales a quitarles la
vida. O sea, que el derecho a matar para vivir de unos está por encima del
derecho a vivir de otros. ¿Cuáles son los derechos de los animales y de dónde
salen? Pues quizá de medirlo todo con un rasero antropocéntrico; de pretender
aplicar nuestra instalación mental, producto de siglos de desarrollo del
pensamiento ético y filosófico, a una naturaleza que es amoral por esencia. La
naturaleza exige nuestro respeto, por supuesto, aunque sólo sea por nuestro
propio interés, puesto que formamos parte de ella, pero no cabe tratar de
influir en sus propias normas.
En este caso, además, no es fácil entender qué se pretende ni cuál
es el fin último del proyecto. Algo no encaja cuando sólo se trata de aplicar esta norma salvadora a una parte de nuestros amigos, los vertebrados, y no a todos, sino a los que no nos resulten útiles. Si se trata de respetar el derecho de los
animales -se supone que de todos- a la vida y la libertad, parecidas razones podrían hacerse ante las sedes de cazadores y pescadores, ante los mataderos,
granjas, establos, acuarios, piscifactorías y zoos, ante las droguerías que
vendan raticidas e insecticidas y, puestos ya, ante las farmacias que expenden
antibióticos, que también las bacterias son seres animados y puede que tengan
algún derecho. Porque ponerle unas banderillas en el lomo a un animal de media
tonelada sin duda ha de causarle dolor, pero meterle una bala en el estómago a
un gamo o clavarle un anzuelo en la garganta a un salmón, no debe de ser mucho
más agradable. Se ve que también aquí hay derechos más dignos que otros. Como ven, vamos de cabeza al absurdo. Lo que sí tenemos claro es que si encontramos un ratón husmeando en nuestra despensa no va a ver ley que le arriende la ganancia.
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