miércoles, 13 de septiembre de 2023

Déjennos con nuestro tiempo de siempre

Pues resulta que los afortunados niños que vengan a este querido, y único, valle de lágrimas a partir de este año tendrán la posibilidad de permanecer en él hasta los 120 años; al menos eso afirma un experto en genética. Por lo visto, cada vez es más factible poder manipular el ADN para alargar la vida y resistir las enfermedades. Así, por ejemplo, añade el experto, los que vengan al mundo en 2050 no tendrán problema en superar el siglo y medio. Vamos, que los que anden por aquí dentro de cien años van a tener que sacar número para poner los dos pies en el suelo.
Es ciencia, y a ver quién puede negarle el derecho a seguir adelante, pero uno no tiene nada claro que las victorias parciales obtenidas sobre la muerte, sobre todo las de tan gran alcance, no vayan en contra del propio hombre. Habría que ver cómo sería esa vida. Habría que ver si las cualidades internas, las del espíritu, seguirían un desarrollo consecuente y paralelo al de lo físico. Si se mantendrían la capacidad de amar, la posibilidad de la ilusión, el gusto por la belleza, la inteligencia, la memoria, la esperanza. Alargar la vida de unas células puede que entre más en el campo de lo factible que mantener la posibilidad de una emoción, por ejemplo. Y si es así, déjennos con nuestro tiempo marcado por el reloj de siempre.
Cabe jugar a suponer qué habría sucedido si Mozart o Einstein, por ejemplo, hubieran vivido 150 años.. A lo mejor, el progreso de la humanidad se habría conseguido en una tercera parte del tiempo, o puede también que hubieran sido necesarias todavía más guerras y más muertes violentas para mantener el equilibrio del planeta; quién sabe. Es muy posible que la astuta señora se hubiera tomado su venganza.
La muerte, el más temido de los acontecimientos del hombre es, sin embargo, el más natural, el más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento. ¿Temerla? No deberíamos. Y si meditamos en su carácter irremediable y necesario, menos todavía. Todo lo que es naturalmente necesario lo es siempre en función de nuestra propia esencia. Sencillamente porque, si no, no existiríamos. La muerte no es más que un eslabón indispensable para la vida. Y sin embargo, nadie nos ha enseñado a librarnos de su temor. Bueno, sí: los filósofos, para quien quiera escucharlos. Epicuro, por ejemplo, negaba a la muerte cualquier poder de atemorizarnos, "porque cuando ella es nosotros no somos, y cuando nosotros somos ella no es".
Sería de sabios llegar a no temer ni desear la muerte, encontrar que todo es normal, desechar los convencionalismos, comprender que el que muere no hace más que precedernos en el camino. Acercarse a ella con una pizca de gallardía y el alma cargada con mucha, con alguna o con ninguna esperanza en el otro lado, que eso allá cada cual. Saber entender que no es más que nuestra obligada contribución de solidaridad con todo lo creado. Dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y marcharse sin el menor gesto de extrañeza, como el que sabe muy bien que todo viaje tiene un final. Y aceptar que, en definitiva, sólo el tiempo permanece. Lo dijo el poeta con suave resignación: tú eres, tiempo, el que te quedas, y yo soy el que se va.
Uno, al menos, así lo quisiera para sí.

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