Una mujer ciega, no muy joven, está
sentada en la acera de una de nuestras calles, cumpliendo con su trabajo diario
de vender cupones. Va cada día al mismo sitio, haga sol o frío, se acomoda en
su pequeña silla y se dispone a pasar otra jornada inmóvil, atendiendo a sus
clientes, que buscan en ella la fortuna. Seguramente el sonido de la calle debe
de resultarle lo bastante descriptivo como para combatir su tedio; acaso alguna
breve conversación ocasional y su propio trabajo serían suficiente distracción
para dulcificar las largas horas muertas, y en todo caso, siempre estaría el
recurso del transistor amigo. Pero ella ha confiado en el mágico y eterno poder
de sugestión de la palabra escrita. A su lado, una chica joven y guapa, quizá
un familiar cercano, o en todo caso un verdadero lazarillo espiritual, le lee
con voz dulce, y durante largos ratos, un libro. Si la cieguita del tango se
preguntaba por qué ella no podía jugar, esta de nuestra calle se habrá
planteado por qué ella no podía disfrutar del placer de la lectura, y unos ojos
generosos le prestan cada día su mirada para proporcionárselo.
No creo que ningún discurso ni ninguna
disertación que se puedan hacer en este día sobre el significado y el valor del
libro alcancen a tener la fuerza de esta imagen, sencilla y cotidiana, como
casi todas las imágenes que envuelven los grandes conceptos. Pueden darse mil
razones para iniciarse en la lectura, pero bastaría pensar en una sola para
emprenderla sin reservas. Quevedo lo dijo en dos endecasílabos: Vivo en
conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos. Los
libros nos hacen contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los
países, es decir, nos permiten entrar en contacto con las mentes más poderosas
del pasado y con los intelectos más grandes que nos han precedido. Nos ofrecen la
respuesta que ellos han dado a las preguntas que nos hacemos y el consuelo que
encontraron para sus desdichas, que siguen siendo las nuestras. Y, cuando no
sea así, al menos nos brindarán un momento entretenido y harán lo que quieran
con nuestra imaginación, y ante ambas cosas estamos en las mismas condiciones
quienes ven y quienes no.
En esta época del dominio de la imagen y
de la amenaza de la inteligencia artificial, no creo que haya mejor homenaje a
todos los escritores que nos han hecho felices en algunos momentos de nuestra
vida que esta escena de una joven ayudando a una ciega a aliviar sus largas
horas de trabajo y oscuridad mediante la lectura.
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