A pesar de los días que han pasado desde el terremoto de Turquía y
Siria, y apagada ya hace tiempo toda esperanza de que se produzca el milagro de
encontrar alguna otra vida entre las ruinas, nos siguen encogiendo el ánimo las
imágenes que hemos contemplado. Cuánto sufrimiento y cuánta destrucción y qué
cruel demostración de nuestra fragilidad. Ante el dolor, sea propio o ajeno,
nuestros sistemas internos envaran sus defensas y tratan desesperadamente de
racionalizar lo irracional. Las actitudes van desde el rechazo, que le hace
sumirse a uno en el absurdo de la propia existencia, hasta la rebeldía ante la
propia impotencia o hasta la resignación, que no es más que la forma última de
consuelo. Pero en todo caso, siempre con el corazón angustiado y con lo mejor
de nosotros destilando piedad y compasión hacia esos semejantes cuyo único
delito era el de vivir allí. ¿Qué habrá pasado por la mente de esa niña de siete
años durante los dos días que estuvo enterrada entre los escombros protegiendo
con su brazo la cabeza de su hermano más pequeño? ¿Qué última mirada se quedó
prendida en los ojos de aquella madre cuando las manos no alcanzaron a tocar al
hijo que acababa de nacer?
El terremoto debe de ser la única calamidad natural que ataca
donde quiere, sin limitación de coordenadas y sin anunciarse. El volcán
advierte ya con su simple presencia; la inundación no afecta al que vive lejos
del río; el tsunami nada puede tierra adentro; el huracán avisa; el incendio
permite luchar contra él. Sólo la tierra con sus movimientos a capricho es
capaz de aniquilar mediante una muerte súbita y de hundir en el dolor y la
desolación a regiones enteras. La naturaleza es amoral; tratamos de tenernos
por hijos suyos, pero ella obedece tan sólo a sus propias leyes, y no a las que
cabría encontrar en el corazón de una madre. Habitamos un planeta imperfecto, o
mejor, sin terminar de hacer. Somos testigos de su formación, como si se hubiera
anticipado indebidamente nuestra presencia en él. Bastante haremos con tratar
de no herirlo más.
Surgen las preguntas casi como una forma de consuelo y ninguna
sirve, porque todas habrán de tener un carácter metafísico y por tanto no encontrarán
más acomodo que el sentimiento individual. Preguntas para las que hemos perdido
toda esperanza de respuesta, entre ellas una que es tan antigua como la idea
humana de la trascendencia y que seguramente agita más de una instalación
espiritual interior: cómo puede ser compatible la existencia del mal con la
infinita bondad divina.
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