Seguramente ha sido así siempre, pero da la sensación de que nunca
como ahora hubo un tiempo en que salieran a la luz tantos majaderos haciendo
las cosas más impensables y siempre en defensa de pretendidas ideas de noble
apariencia que no son más que brindis a la luna. Los miras y puedes pensar que
son producto de una reflexión sistemática y rigurosa, pero en dos vistazos
llegas a la conclusión de que las tales ideas no son más que habitantes de un
cerebro deshabitado, o sea, deseos basados en fundamentos con la solidez de la
bruma. Ahora le ha tocado al arte, a la pintura de los grandes museos,
convertida en instrumento para llamar la atención sobre el cambio climático.
Una pareja de niñatos con afanes redentores entra en la sala, tira un bote de
puré a un cuadro y luego pega una de sus manos a la pared o al marco, no sé muy
bien para qué. Ya han actuado en varios museos europeos y han emborronado a
Monet, Van Gogh, Vermeer y unos cuantos más. Aquí han aparecido imitadores
autóctonos que han entrado en el Prado y la han tomado con las Majas de Goya.
Y, tras quedarse uno asombrado de la infinita estulticia de algunos ejemplares
humanos, surgen las preguntas. ¿Qué tiene que ver un cuadro pintado hace dos
siglos con el cambio climático de ahora? ¿Qué relación hay entre el arte como
expresión de belleza con el calentamiento de la atmósfera? ¿Qué quieren que
haga el espectador que mira un cuadro por detener el cambio del clima? ¿Hay
alguien detrás de estos hechos persiguiendo intereses que no conocemos? No
esperen respuestas. En el mundo del absurdo todo es oscuridad y obligación de
andar a tientas.
Además, quizá sea una lucha contra una sombra inalcanzable. Siempre
he creído que efectivamente el cambio climático es una realidad, pero que quizá
no debamos creernos tan presuntuosos como para afirmar que tenemos capacidad
para promoverlo de modo sustancial. Desde su formación, nuestro planeta ha
vivido en un proceso perpetuo de transformación. El clima jamás ha sido regular
ni tenido continuidad en sus manifestaciones; siempre ha estado en continuo
cambio, y el hombre no puede ni provocarlo ni detenerlo. Seguramente ahora la
acción humana contribuye de algún modo a alterar el ritmo del cambio, pero aunque
la humanidad desapareciese, la Tierra seguiría con sus ciclos, indiferente a
todo. El cambio forma parte de la naturaleza. Por supuesto que hay que
cuidarla; debemos procurar no agredirla con desechos evitables y tratar de
pasar lo más inadvertido posible en ella, pero sin hacer mucho caso a los que intentan
meternos miedos apocalípticos.
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