Suceden tantas cosas que no nos da tiempo a crearnos una opinión
sobre ellas. Saltan las noticias unas sobre otras sin detenerse a respirar,
como si el tiempo tuviera prisa por llegar a no se sabe qué meta, y solo unas
pocas tienen el privilegio de robarnos un poco de tiempo para reflexionar sobre
ellas. Claro que nuestra opinión no va a modificar nada ni a influir en sus
consecuencias, pero es nuestra y es lo único que tenemos como referencia para
situar los hechos en un entorno comprensible. Y si nos encontramos desorientados ante lo que
vemos y no nos sentimos capaces de desentrañarlo, acudimos a la opinión de los
que sí la tengan y la hacemos nuestra, aunque sea con reservas. Cuántas veces
el criterio ajeno nos sirve de guía.
Opinar es muy fácil; todo el mundo lo hace continuamente, lo que
crea en torno al sustantivo opinión una riada de posibles adjetivos: errónea,
interesada, pública, general, particular, absurda, acertada, falsa y mil más. Por
supuesto, no es cierto ese tópico de que todas son respetables; como mucho lo
será quien las dice. La historia, las crónicas de antes y sin duda también las
de hoy, están llenas de opiniones que se han demostrado falsas, y no solo las
referidas a creencias e ideas abstractas, sino a las de carácter científico,
desde los que opinaban que el sol era tan grande como el Peloponeso hasta un
tal Dyonisius Larner, doctor del
University College de Londres, que sentenció públicamente que un barco de vapor nunca podría cruzar el
Atlántico, porque la travesía requeriría más carbón del que podría llevar, y
que el ferrocarril con máquina de vapor nunca podría prosperar porque los
viajeros morirían asfixiados, incapaces de respirar a tanta velocidad. Otras
veces no es que el tiempo demuestre que están equivocadas; es que son inanes,
perogrullescas, totalmente prescindibles. En eso suelen llevar la palma los
políticos mediocres. Fíjense por ejemplo en una de ahora mismo que ha soltado la
ministra de Hacienda. A pesar de que habla comiéndose las letras y de que
emplea una sintaxis desconocida en los manuales de gramática, deja clara su
opinión de que en verano lo mejor es abrir la ventana para que haya corriente y
en invierno ponerse un edredón fuerte para no tener frío.
El columnista de opinión sabe que al hacerla pública se arriesga a
la crítica y a la mirada severa de sus lectores, a los que quizá no agrade lo
que piensa, pero sabe también que eso es lo último en lo que ha de pensar.
Mucho menos en pretender adoctrinar. En fin, no hagan mucho caso. Todo lo que
está aquí escrito es una opinión.
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