Si algo no se les puede negar a los ingleses es su capacidad de
presentar lo suyo como superior a todo y de actuar en provecho de su país sin
que les importe nada lo que piensen de ellos los demás. Ahora se les ha muerto
su reina y han convertido el hecho en uno de los acontecimientos del siglo. Lo
han hecho muy bien; han dado una lección de unidad, de amor a sus tradiciones,
de medida justa de la pompa y solemnidad, de modo que han conseguido tener a
medio mundo pendiente de las pantallas empapándose del espíritu de su
monarquía. Y todo con una persona nonagenaria de la que ya sólo cabía esperar
lo que ha sucedido.
No sé si resulta fácil o difícil ejercer el oficio de rey, porque
es profesión escasa y poco generadora de experiencias. A veces pienso que, al
menos en las democracias parlamentarias, no debe de resultar muy difícil; no
hay más que dejar que reine la Constitución, que es un manual de uso
absolutamente seguro. Al margen de las luchas en la arena política, sin poder
articular sus ideas ni expresar sus propias opiniones, y sin que le sea
permitido influir con sus pensamientos en la voluntad popular, a simple vista
no parece que resulte una profesión de excesiva dificultad, aunque esto no es
más que una visión parcial. Más difícil debe de ser la renuncia a la vida
privada, a la libertad de movimientos y de actitudes, a esconder sentimientos e
incluso a sacrificarlos por razones de estado, a tener que prescindir de
pequeños placeres tenidos por impropios y que son de libre disposición para los
demás. Tampoco debe de resultar fácil verse continuamente bajo la mirada de
todos, ni tener que estar siempre vigilante y atento para evitar enredarse en
alguna de las trampas que seguramente urdirán algunos partidos para sacar algún
provecho. De todo ello, según opinión unánime, hizo virtud y dio ejemplo la
difunta reina.
Callada y taciturna, siempre con un mohín de fría distancia, a su
muerte ha conseguido que durante varios días todos los informativos se
convirtieran en monotemáticos y que el mundo entero conociera hasta el suceso
más insignificante de todos los miembros de su familia. Sociólogos habrá que
puedan explicarnos por qué todo grupo humano necesita periódicamente un altar
donde depositar todas sus pulsiones emotivas y acaso también sus anhelos
incumplidos y sus frustraciones individuales para hacerse la ilusión de que le
son devueltos, si no del todo satisfechos, sí al menos en algún grado. Y quizá
también puedan enseñarnos el misterioso proceso que hace que la realidad se
convierte en leyenda y luego en mito, por encima de cualquier consideración
pegada a la tierra. Ahora, cuando acabamos de asistir al arrebato mediático
generado por la muerte de esa reina.
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