Sin que sepa muy bien por qué, el que esto escribe siempre ha
tenido una indefinible querencia hacia ese paisaje de montañas y valles que se
extiende por las provincias de Salamanca y Cáceres. Quizá sea por sus recuerdos
o por el interés objetivo de su naturaleza y su historia o por todo ello y más,
el caso es que hay pocos años que no caiga por allí para terminar conociéndolo
del todo y haciéndose cada vez un poco más amigo de él. Desde La Alberca, por el puerto del Portillo, una carretera
hecha de curvas imposibles que casi tocan sus extremos desciende hasta el valle
de Las Batuecas. Valle misterioso, silencioso, profundo, primitivo, en cuyo
centro, invisible desde la carretera, se encuentra un monasterio carmelita que
no se puede visitar, y, cerca, la cascada del Chorro, en un entorno de
naturaleza casi irreal. Tras la retorcida carretera, la llegada a Las Mestas,
ya en tierras de Las Hurdes, viene a tener algo de alivio, aunque puede que
también de rompimiento de un hechizo; todo depende del espíritu que alimente al
viajero. En Las Mestas puede el visitante tomarse un ciripolen en el bar de don
Cirilo, un peculiar personaje que en los años 90 inventó esta bebida, basada en
productos apícolas, y lo hizo famoso como un afrodisíaco natural.
Y aquel otoño en Monfragüe, junto a un mirador sobre el Tajo, al
lado de una gran roca de forma lejanamente humana, cerca de un lugar que llaman
el Salto del Gitano. Las aguas del río, remansadas por los embalses cercanos,
reflejaban en su tono azul el verdor de las boscosas laderas. Todo estaba
quieto; un paisaje congelado, en el que sólo los buitres parecían tener
licencia para moverse. Comenzaba
a anochecer. El silencio sólo era roto por alguna cigarra retardada, mientras
las sombras caían y todo iba quedando envuelto en la oscuridad más absoluta. De
pronto, de lo más hondo de la espesura surgió un bramido tremendo, que
inmediatamente fue contestado por otro más lejano. En un momento la sierra
entera retumbaba con multitud de roncas llamadas, que el eco se encargaba de
multiplicar. Un momento sobrecogedor, al que uno asistía con la respiración
contenida por temor a romperlo. Era la berrea de los ciervos, la manifestación
de su celo, uno de esos espectáculos que la naturaleza nos brinda
desinteresadamente, sin más trabajo por nuestra parte que el de estar allí a
finales de cada septiembre.
Hoy veo
por televisión cómo las llamas destruyen estos dos parajes y se me atropellan
por dentro las palabras sin que acierten a salir más que dos, repetidas una y
otra vez: qué pena.
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