La Fundación del Español Urgente, Fundéu, ha designado a vacuna
como palabra del año. Será por actualidad, por su frecuencia de uso, por su
condición semántica insustituible o por la oportunidad con que su significado
se adapta a las circunstancias actuales. Es, además, una palabra antigua, ya
bien instalada en el idioma, neutra y limpia de connotaciones extrañas a su
sentido primario. O sea, que se lo merece, aunque no sea más que por haber
estado en boca de todos dando nombre a la esperanza de recuperar la normalidad
perdida y a la vez ejerciendo de objeto de debate. Sin embargo, bien podría
compartir la distinción con otras que se han adueñado de todos los conceptos a
su alrededor hasta convertirse en comodines del lenguaje político. Fíjense, por
ejemplo, en la palabra sostenible y cuenten las veces que la oyen en cada
discurso o entrevista de cualquier tema. De pronto todo se ha vuelto o se tiene
que volver sostenible. La economía, el turismo, la energía, la agricultura. Lo
sostenible como logro conseguido, las menos de las veces, o como aspiración
máxima de cualquier proyecto o actividad. Sostenible todo, como la vida, que es
lo único que resulta necesario sostener.
Palabra del año podría ser también cualquiera del montón de ellas que han entrado últimamente en el lenguaje de tinte culterano con que nos hablan desde las tribunas: criptomoneda, resiliencia, algoritmo, empoderada, transversalidad, cogobernanza, postmodernidad, procrastinar, metaverso. Eso sin contar las que aportan las creativas mentes de la progresía feminista: la matria, las miembras, le niñe, las soldadas. Y no digamos la riada de términos extraños que emplean los papanatas de todo lo extranjero, esos que llaman a ir de compras hacer shopping, al almuerzo brunch y a una reunión de trabajo un brainstorming.
Palabra del año podría ser también cualquiera del montón de ellas que han entrado últimamente en el lenguaje de tinte culterano con que nos hablan desde las tribunas: criptomoneda, resiliencia, algoritmo, empoderada, transversalidad, cogobernanza, postmodernidad, procrastinar, metaverso. Eso sin contar las que aportan las creativas mentes de la progresía feminista: la matria, las miembras, le niñe, las soldadas. Y no digamos la riada de términos extraños que emplean los papanatas de todo lo extranjero, esos que llaman a ir de compras hacer shopping, al almuerzo brunch y a una reunión de trabajo un brainstorming.
Decía Larra que había épocas de palabras, como las hay de hombres y de
hechos, y que él estaba en una de ellas. También lo estamos nosotros. De palabras
que en vez de delimitar conceptos los oscurecen o simplemente no encierran
ninguno, palabras inventadas sin razón alguna, palabras desdobladas por género
que agotan la paciencia del oyente, absurdos eufemismos para evitar llamar a
las cosas por el nombre con que siempre se han llamado, palabras que solo
sostienen falacias y descalificaciones del otro, tópicos mil veces oídos y,
sobre todo, palabras que únicamente sirven para crear un ambiente amargo y una
sensación continua de crispación general. Necesitamos oír otras como esperanza,
concordia, lealtad, generosidad, patriotismo, honor. Esperemos que una de
ellas pueda ser declarada alguna vez palabra del año.
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