Ahora que por aquí se avecina un nuevo estatuto, porque alguien ha
decidido que el actual ya no vale, sería bueno salirse por un momento de lo
político y hablar de nosotros, los asturianos, en zapatillas y sin más temor
que la mala interpretación que alguien pueda dar, que tampoco es gran temor. Vernos
sin posturas preconcebidas, que es el único medio de poder conocernos para así
poder darnos las mejores leyes y adoptar las soluciones adecuadas a nuestros
problemas. Conocemos bien nuestras virtudes y las tenemos a gala, así que
hablemos de lo que no hablamos tanto. Nuestro carácter señala una constante
inclinación acomodaticia, una voluntad de permanecer en el presente y, si el
presente no resulta demasiado amable, se hace lo posible por adaptarse a él o
se busca otro mejor en un lugar distinto, pero sin que exista preocupación por
utilizar las circunstancias de ese presente para que sus condiciones no se
repitan en el futuro. Nos puede lo inmediato. Tendemos a prestar más interés al
aspecto externo que a la realidad interior, a la presencia que a la sustancia.
De ahí esa proclividad al superlativo casi como un reflejo, sin detenerse en
análisis ni en comparaciones: la más guapa, la mejor, lo demás es tierra
conquistada, etc. Esto se refleja incluso en las denominaciones espontáneas,
que se generalizan de inmediato con total consenso: una iglesia de regular
tamaño será la iglesiona, a una acera ancha le quedará la acerona, una escalera
algo mayor que las otras es la escalerona, y el carbayón, el solarón, el
molinón, la peñona, la casona, la mareona, la panerona y tantos otros. En
ningún sitio se encuentra un uso tan generoso de sufijos aumentativos. Algún
experto estudioso tal vez encuentre en esta inmotivada tendencia al grandonismo
la imagen de una prueba proyectiva en la que el preconsciente plasme quizás
algún sentimiento de inferioridad.
Vayamos de una vez a lo trascendente. Dejémonos de absurdos
caprichos identitarios y que el bable se quede donde ha estado siempre. Es la
hora de los técnicos imaginativos y de los políticos valientes, que encuentren
y den forma material a las soluciones. Un impulso regeneracionista común, que
empequeñezca hasta reducirlas a la nada las fatuas ruindades particulares, los
politiqueos de alcoba y los dogmas de patio de vecindad. Un propósito de mirar
hacia objetivos de altura sin ceder a la tentación de nacionalismos
artificiosos, que no conducen más que al espíritu de tribu y, por tanto, a la
castración de nuestras mejores posibilidades. Al fin y al cabo, con sombras y
claros, esta es nuestra tierra, y su camino nuestro camino, salvo que en
nuestra aventura personal se encuentre el buscar nuevos sentimientos.
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