miércoles, 11 de agosto de 2021

Por el bosque

Seguir cualquier sendero que se pierda entre los árboles, andar en silencio, si acaso con una voz amiga al lado, entre el aroma de los helechos y el sosegado sentir de lo silvestre, nos inducirá a un ejercicio de identificación y quizá a establecer una relación nueva sobre el solar de la vieja. Es el poder del bosque. En este agosto de pandemia, en que todo parece preso de un afán de movimiento y masificación ruidosa, en lo profundo del bosque el aire parece aquietarse a fuerza de luces tornadizas y todo se vuelve de color canela. Es mediodía, la hora del silencio. El sol está en vertical, las sombras se reducen y el bosque calla. Dormitan cazadores y presas, amortiguadas la agresividad y el miedo. Descansa el murmullo, se aburren los árboles. Será al final de la tarde cuando el bosque sacuda su modorra y se preparen las estrategias para las terribles batallas nocturnas.

Para conocer el bosque se hace preciso abandonar los caminos y seguir las pistas que llevan a ninguna parte. Y así, pisando el sotobosque, tropezando con los estolones, respirando en los claros, esquivando espineras, acebos y zarzales, pero sin volver la vista a la comodidad del camino, le es posible al visitante de ánimo bien dispuesto acercarse a aquella intimidad en la que forma cada día su hogar la tierra y donde se generan procesos que, querámoslo o no, han de afectarnos a todos.

El sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. Qué lejos queda el virus y cualquier noción del mal en este seno protector que parece darnos una perpetua bienvenida. Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.

En Asturias el bosque adquiere un sentido de identidad que configura un carácter natural. Por el robledal, el hayedo, el castañar o el mixto; en Muniellos, Peloño, el Pome y tantos otros, sentirá el caminante, sentado humildemente junto a un tronco, que no tiene más remedio que volverse subjetivo y procurar hacer esfuerzos para no dejarse llevar por una fácil tentación panteísta, que resultaría hermosa, pero frágil como una pompa de jabón y que no contribuiría gran cosa al logro de una fe discernida que quizá busque.

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