miércoles, 18 de agosto de 2021

Días de agosto

Con el fin de la Semana Grande parece que todo tiene ya un aire de despedida, como si el tiempo se hubiera fatigado y exigiese un nuevo horizonte. Ya se han ido apagando todas las señales de cada verano: el vaivén de la Feria, el bullicio de las tardes de toros, las protestas al vacío de quienes no las quieren, los atascos. Comienzan a irse los visitantes, quizá iniciando el camino de la nostalgia, se aclaran terrazas y calles, se han consumido casi todos los espectáculos, que esta vez no han sido muchos, y la ciudad, engordada artificialmente durante unas cuantas semanas, empieza a recuperar su silueta de siempre. Seguramente aún llegarán algunos, pero serán secuelas. Se ha cruzado la fiesta grande, la jornada principal en el camino del año festivo de la ciudad, que es el que rige nuestra parcela más próxima. Claro que el calendario dice que aún queda verano, pero nada puede evitar que se imponga la sensación de un gesto de recogida. A falta del adiós que nos daban cada año los fuegos artificiales, el clarín de la última corrida tuvo algo de toque de clausura.

Se agotan los días de vacaciones, se apuran los últimos momentos antes de la vuelta a la rutina y se tratan de consumar los deseos aun incumplidos. Sigue sonando lejano el eco del rebullir diario de la actualidad como si no quisiéramos que tenga algo que ver con nosotros, y hasta parece que el país funciona mejor, quizá porque los gobernantes sestean. Seguramente estarán afilando las tijeras para su particular vendimia de septiembre, que es época en que acostumbran a cortar buena parte de nuestras ya menguadas viñas. De momento, ni siquiera alguien que esté tumbado despreocupadamente a la sombra de un pino, con una cervecita en la mano y el pensamiento a mil kilómetros de la realidad cotidiana, podrá evitar preguntarse por qué esta disparatada subida de la luz que está dejando su cuenta temblando, pero como nadie le va a contestar, mejor que se vuelva a su cervecita mientras pueda.

La vuelta a casa viene a ser un tributo que hay que pagar por robarle al ordinario de la vida unos días y poder configurarlos a voluntad. Se satisface a base de añoranza, tristeza por lo que se deja, cansancio y pereza mental por lo que nos espera y una mezcla de resignación y sorpresa por el rápido paso del tiempo cuando se le deja correr a su aire sin que nadie trate de ponerle medida. Pero queda el valor del reencuentro con lo que realmente nos pertenece, lo permanente de nuestras vidas, más el recuerdo de unos días especialmente vividos y la esperanza de que sea breve el tiempo hasta la próxima vez.

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