Se agotan los días de vacaciones, se apuran los últimos momentos antes de la vuelta a la rutina y se tratan de consumar los deseos aun incumplidos. Sigue sonando lejano el eco del rebullir diario de la actualidad como si no quisiéramos que tenga algo que ver con nosotros, y hasta parece que el país funciona mejor, quizá porque los gobernantes sestean. Seguramente estarán afilando las tijeras para su particular vendimia de septiembre, que es época en que acostumbran a cortar buena parte de nuestras ya menguadas viñas. De momento, ni siquiera alguien que esté tumbado despreocupadamente a la sombra de un pino, con una cervecita en la mano y el pensamiento a mil kilómetros de la realidad cotidiana, podrá evitar preguntarse por qué esta disparatada subida de la luz que está dejando su cuenta temblando, pero como nadie le va a contestar, mejor que se vuelva a su cervecita mientras pueda.
La vuelta a casa viene a ser un tributo que hay que pagar por robarle al ordinario de la vida unos días y poder configurarlos a voluntad. Se satisface a base de añoranza, tristeza por lo que se deja, cansancio y pereza mental por lo que nos espera y una mezcla de resignación y sorpresa por el rápido paso del tiempo cuando se le deja correr a su aire sin que nadie trate de ponerle medida. Pero queda el valor del reencuentro con lo que realmente nos pertenece, lo permanente de nuestras vidas, más el recuerdo de unos días especialmente vividos y la esperanza de que sea breve el tiempo hasta la próxima vez.
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