miércoles, 19 de agosto de 2020

A pesar de todo


Este verano parece una estación de nueva traza, como si añadiéramos una quinta al año. Nos hemos quedado sin fiestas y espectáculos, sin reuniones, sin cañas ni cafés despreocupados, sin turistas, sin alegría y sin grandes motivos para una esperanza cercana, con la pena por lo que ha caído a nuestro alrededor y el temor a que caiga encima de nosotros. No hay semana grande, ni feria, ni toros, ni fuegos, ni noches de vino y rosas, ni escapadas domingueras a nuestro pueblo favorito, ni siquiera playas para tumbarse en libertad. El verano ha perdido sus símbolos; queda el sol y poco más. En su lugar han aparecido otros emblemas, como las mascarillas o los nuevos usos sociales. Queda también quizá algún viaje frustrado, acaso unas cuantas intenciones ilusionantes convertidas en humo y puede que alguna tristeza asentada en el alma. No, no es un verano como el que esperamos cada año; se ha saltado sus propias normas. 
No podemos evitar cierta desorientación ante esta nueva percepción obligada de una realidad que se nos presenta como desconocida. Nos ha cogido desprevenidos. Jamás antes habíamos vivido un momento tan fuera de la normalidad como este, y bien que podemos sentirnos afortunados por ello, pero el caso es que las sensaciones se acumulan como señales de una situación hasta ahora desconocida, tan solo intuida a través de testimonios y crónicas de tiempos pasados. Epidemia es una palabra que sale de lo más profundo de la Historia. Las nuestras son ciencia, bienestar, inmunidad, tan familiares que las hemos dado por inmutables y convertido en parte inherente de nuestra sociedad; nos es difícil concebir otro modo de vida sin ellas. Los que ahora andamos por aquí preocupados por el coronavirus hemos tenido la suerte de vivir el período de tiempo en paz más largo que jamás ha conocido la humanidad; siete décadas de progreso y desarrollo en todos los ámbitos como nunca se han vivido; setenta años en los que el escarmiento por los disparates cometidos, que produjeron tanto dolor y muerte, sacaron lo mejor de nosotros y nos hicieron ver que solo la unión y el esfuerzo por comprender al contrario pueden traernos una convivencia segura y en paz. Si revisamos la historia de Europa vemos que, en comparación con lo que han vivido las anteriores, somos una generación afortunada, a pesar de nuestras continuas quejas de niños caprichosos. No somos conscientes de que para dos tercios de la humanidad cada día es una aventura que no sabe cómo terminará. Así, sorprendidos, desorientados, exhibiendo en algunos casos lo más grave de nuestra ignorancia, nos ha encontrado la epidemia.

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