miércoles, 8 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (III)

Vigésimo quinto día de encierro. Miércoles Santo sin nada que lo delate, sumido en un silencio que no deriva de su propia condición, sin pasos, sin procesiones y sin presencias. Esta semana será verdaderamente santa para quien la busque en lo más íntimo de su alma, cara a cara consigo mismo y a solas con el misterio que nutre su fe. Su meditación sobre el hecho fundamental del dogma cristiano se convertirá en plegaria, en propósito, en razón de vida. Fortalecerá su esperanza con la palabra mil veces oída y siempre renovada, como alimento que es. Tendrá la oportunidad de asistir desde su casa a la liturgia que le reafirme en su estado penitencial, pero esta vez no podrá recogerse en la penumbra silenciosa de una iglesia ni andar por las calles con sayales ni capirotes. Más que nunca, sólo para él la semana es realmente santa.
Los días pasan con la monotonía de la gota que cae machaconamente con el mismo intervalo. Como ella, cada uno es igual al siguiente y similar al anterior. Las calles vacías forman un escenario inalterable, como lo es todo aquello de donde se ausentado la vida. Da igual la hora o el lugar desde el que se contemplen. Sorprende el silencio; el vacío es silencio. El sonido ha sido expulsado de la ciudad, y una ciudad sin ruidos es como un decorado en el que faltan las palabras de los actores. De puertas adentro, a resguardo del virus, la gran amenaza se llama tedio. De pronto todos tenemos tiempo abundante a nuestra disposición. El virus nos ha quitado la excusa que tantas veces hemos empleado para no hacer lo que nos habíamos propuesto. Pero el tedio es un adversario fácilmente vencible. Sus grandes enemigos son la imaginación y la voluntad, la curiosidad, el afán de conocimiento, la práctica de lo lúdico, las relaciones familiares, la creatividad.
De fuera llega el pulso de una actualidad que nos deja admirados, agradecidos, indignados y atemorizados, todo en el mismo lote de sensaciones. Enciende uno cualquier pantalla y no oye más que palabras de elogio hacia los profesionales que luchan en primera línea contra la epidemia y ácidas quejas sobre la clamorosa ineptitud del Gobierno, que se traduce, entre otras cosas, en una angustiosa carencia de material básico de protección. Pero hombre, señor presidente, que no nos faltan equipos de protonterapia ni aceleradores de cobalto, sino lo que se usaba hace cien años: mascarillas, batas, guantes. Hemos aceptado perder la libertad antes que poner en riesgo la salud, pero es necesario que el camino no esté señalado por guías incompetentes.

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