
Ahora se nos impone una experiencia nueva. En estos días, el
hombre sentado en el sofá de su salón seguramente se reafirma en la idea de que
el paraíso está siempre en otra parte. El viaje interior puede llevarnos por
caminos sin polvo ni fatiga hacia el mundo que queramos plantearnos, sin tener
que usar palabras de saludo ni de despedida; al fin y al cabo, del viaje
alrededor de nuestro cuarto nunca se regresa. Pero muchas veces la exigencia se
vuelve sensorial, y la necesidad de anular o de confirmar nuestro escepticismo
acerca de lo imaginado nos impulsa a tomar el bastón de caminante, justo lo que
ahora nos vemos obligados a reprimir. Hemos sido reconvertidos de homo girovagus a homo sedens.
El silencio de las calles hace fijar la
atención en las palabras. La desgracia las dota de un nuevo significado, vuelve
vacías y ridículas a aquellas que se pronunciaban como un dogma de fe y no eran
más que huecas proclamaciones sectarias. Era apenas ayer cuando oíamos a
aquellas luminarias de la gran manifestación feminista proclamar al mundo
entero: "¡Mata el machismo, no el coronavirus!". Ya van más de 18.000
muertos. La ignorancia engendra soberbia y es la vida la que acaba imponiendo
su ley. Hemos alcanzado importantes victorias sobre la enfermedad y la muerte,
pero la naturaleza siempre termina volviendo con nuevas armas y una sonrisa
burlona, como si disfrutara colocándonos una y otra vez en la casilla de
salida. Fíjense, estamos tratando esta epidemia con el mismo remedio que se
empleaba con la peste medieval: cuarentena y aislamiento. Voy a regar los
geranios.
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