miércoles, 17 de octubre de 2018

El error de protocolo

No hay oficio que no haya de pagar una cuota de salud por ejercerlo, unos más que otros, desde luego, pero casi todos tienen sus males específicos. Generalmente son de carácter físico, están bien estudiados y cuentan con unas medidas preventivas que protegen en lo posible al trabajador. También la clase política tiene su enfermedad profesional, que suele afectar a los que no tienen una visión ajustada de sí mismos y ven la realidad de su persona a través de un espejo deformante y halagador; una imagen virtual que es tenida por verdadera en lo más hondo de sus convicciones y les hace vivir en un mundo alejado del suelo real que se pisa cada día. Hace unos años, el neurólogo David Owen le dio el nombre de síndrome Hubris, un término griego que alude a un rasgo de carácter relacionado con la desmesura de las actitudes y las ambiciones.
Hubris significa soberbia, arrogancia, altanería, insolencia, vivir convencido de estar llamado a un destino más allá de sus limitaciones naturales. Los griegos acusaban de tener hubris a quien aspiraba a tener más que la justa porción que le fue asignada por el destino, y de su castigo se encargaba Némesis, haciéndole volver dentro de los límites que traspasó. El afectado comienza a perder el contacto con la realidad y a hacer oídos sordos a los que le rodean, y tiende a creerse en posesión de las únicas ideas posibles hasta el punto de considerar que todo el que se opone a ellas es su enemigo. Suele a afectar a los dirigentes que llevan algún tiempo en el poder, aunque no es raro que también se dé en los recién llegados, y no sabe nada de igualdades, porque es más frecuente en los hombres que en las mujeres. Las consecuencias afectan al propio sistema, sacudido por decisiones erráticas y contradictorias, y sobre todo al propio interesado, que parece perder la perspectiva de las implicaciones y los riesgos que se deriven de su afán de ser lo que no es y que pueden ir desde el ridículo al batacazo. Y es que cuando uno se empeña en salirse de los límites que el destino le ha marcado puede terminar como aquel tonto de la zarzuela, que se creyó golondrina y un día se echó a volar de lo alto de una encina.
A juzgar por los síntomas, da la impresión de que algún anticipo de este síndrome se ha colado por el despacho presidencial. Hay un estilo novedoso en las formas, próximo al lenguaje de los signos: empleo de aviones oficiales para viajes insignificantes privados, poses estudiadas, complementos de marca, andares, gestos, miradas y sonrisas de triunfador hollywoodiense. Presume hasta de que le abucheen. Se ve que se gusta a sí mismo. En su afectado desparpajo se adivina el propósito de tratar de mostrar que no ha traspasado ningún límite, porque todo es la consecuencia lógica y natural de ser quien es; y en su tono displicente y en el gesto agrio que a veces se le trasluce a su pesar, puede verse la evidencia de su autoconvencimiento. Queda la duda de si el error de protocolo en la recepción real fue eso, un error, o un guiño que le jugó el subconsciente.

1 comentario:

Jesús Ruiz dijo...

Como diría mi madre: "Ese es tonto con avaricia"